Las protagonistas
de un sangriento asesinato fueron consideradas «heroínas» por el movimiento
superrealista francés.
A comienzos de
1933, el asesinato, en circunstancias atroces, de dos mujeres por sus criadas
sacudió a Francia. Sin entender nada, los periódicos siguieron con malestar el
suceso, y, una vez sentenciado, respiraron y echaron tierra sobre él.
Pero psicólogos,
juristas, poetas, cineastas y dramaturgos lo desenterraron. Un delincuente
habitual con pasión de escritor, Jean Genet, se inspiró en el suceso y concibió
uno de los pocos ritos trágicos genuinos del teatro contemporáneo: Las criadas.
Para iluminar
rincones oscuros de la trastienda de este drama, que acaba de volver a nuestros
escenarios, ofrecemos al lector un sumario relato del caso, sus ramificaciones
en el arte y la ciencia y un resumen del informe que el doctor Le Guillant
publicó en 1964 en la revista Les Temps Modernes, del que hemos extraído parte
de la información sobre este suceso.
El 2 de febrero de
1933, al anochecer, el señor Lancelin -abogado y vecino de la pequeña ciudad de
Le Mans, al noroeste de la llanura central de Francia- corrió alarmado a su
domicilio de la calle Bruyère: desde su despacho había llamado repetidamente
por teléfono a su mujer y a su hija sin obtener respuesta.
Era de noche cuando
llegó. La puerta principal de la casa tenía el cerrojo echado por dentro y la
de servicio había sido atrancada. Envolvía al edificio un silencio
impenetrable. El interior estaba a oscuras. Sólo una débil luz se escapaba por
las rendijas de la ventana del cuarto de las criadas, procedentes de un arrabal
campesino, Christine y Lea Papin, que llevaban siete años al servicio de la
familia Lancelin.
Los policías Ragot
y Verité forzaron la entrada y penetraron en la casa. He aquí, en su seco
lenguaje, lo que vieron: «Los cadáveres de la señora y la señorita Lancelin
yacían en el suelo espantosamente mutilados; el cadáver de la señorita estaba
boca abajo, con las faldas subidas y las bragas bajadas y tenía grandes heridas
en los muslos; el cadáver de la señora yacía boca arriba, con los ojos
arrancados, sin boca ni dientes. Las paredes estaban cubiertas de cuajarones de
sangre. En el suelo había huesos, dientes arrancados, un ojo, horquillas,
botones, un llavero y un paquete deshecho».
Un «gesto» mortal
Los gendarmes
forzaron la puerta del cuarto de las criadas. Las dos hermanas, desnudas y
abrazadas, estaban acostadas en una de las camas. En sus brazos había sangre
seca. Ante el comisario de policía se confesaron autoras del crimen sin el
menor nerviosismo. Christine lo narró así: «Cuando la señora entró le dije que
no me había dado tiempo a repasar la plata. Entonces ella, intentó atacarme y
yo le arranqué los ojos con los dedos. Mejor dicho, yo no salté contra la
señora, sino mi hermana; yo ataqué a la señorita Genevieve y fue a ella a quien
arranqué los ojos. Lea fue quien arrancó los ojos a la señora. Yo bajé a la
cocina y cogí un martillo y un cuchillo. En una mesita había una mano de
almirez y la empleamos también. Mi hermana y yo nos intercambiamos varias veces
los instrumentos… No me arrepiento de nada, o no sé si me arrepiento. Prefiero
haberlas matado antes de que ellas nos mataran a nosotras. No hemos premeditado
nada. No odiaba a la señora, pero no toleré el gesto que tuvo conmigo».
Este gesto, de
singular relevancia en el espeso misterio que desencadenó la carnicería, fue un
simple «¿Y bien?» pronunciado por la señora Lancelin para pedir a Christine
explicaciones de por qué no habían limpiado la plata. La propia Christine
añadió sobre la inquietante endeblez del motivo: «Nada teníamos contra ellas.
Hace demasiado tiempo que somos criadas, eso es todo. Tuvimos que demostrar
nuestra fuerza».
Las dos hermanas,
sorprendentemente dueñas de sí mismas durante los interrogatorios, se
derrumbaron súbitamente en el momento de ser separadas. Se entrelazaron y hubo
que emplear la fuerza para desanudar su abrazo. Entre alaridos fueron
encerradas en dos celdas individuales.
Según los informes
periciales, eran vírgenes y jamás tuvieron ningún tipo de relación con ningún
hombre. «Cada una vive únicamente con la otra pero en este afecto no hay razón
para encontrar razones de tipo sexual. No hay indicios de ninguna anomalía
física o mental en ellas». Las hermanas, de 28 y 24 años, perdieron el ciclo
menstrual a partir del día del crimen.
Búsqueda de un
móvil
El juicio de las
hermanas Papin, celebrado en la Audiencia de Le Mans, creó en la opinión
pública francesa una sorda sensación de malestar. En las ramificaciones de un
hecho tan excepcional como éste fue imposible encontrar ni un solo indicio de
excepcionalidad.
Se acumularon en
miles de legajos, uno sobre otro, infinidad de detalles cotidianos atrozmente
comunes, que eran tanto más insoportables cuanto que cualquier familia con una
criada a su servicio reconocía como propios.
De esta manera, el
móvil de uno de los actos más salvajes de que hay noticia tenía que ser
rebuscado entre los entresijos de la vida en un hogar cualquiera de la
burguesía tradicional europea.
Por ejemplo, los
guantes blancos que la señora Lancelin usó una vez para comprobar si había
polvo en los muebles después de una limpieza adquirieron la magnitud de los
grandes nexos causales en los grandes acontecimientos. Un papel en el suelo, un
gruñido, una mirada insolente, un cruce hosco en la escalera, el silencio de
paredes adentro, ese «¿Y bien?» mortal.
Eso era todo:
ningún rastro de odio, ninguna pasión, ni un solo acto despiadado, duro o
sojuzgador, ninguna cualidad. Los Lancelin eran personas deferentes y su
comportamiento con las hermanas Papin entró siempre en los límites establecidos
de la corrección.
Por su parte, las
hermanas Papin eran tímidas, introvertidas, dóciles y aceptaban su condición.
No se registró en las complejas interrelaciones existentes entre las cuatro
mujeres ni un solo acto generador de violencia, un despecho que deje rastro,
una anomalía persistente, nada. O al menos nada susceptible de ser aislado del
conjunto de sus vidas, lo que dio inesperadamente a éstas, consideradas como
totalidad, la oscura, inaceptable función de sustituir al móvil.
El edificio
jurídico occidental se resquebrajó: una vida, la totalidad de una existencia,
se erigía insolentemente como una carcoma en los subterráneos del derecho
procesal, en causa profunda, más allá del alcance de los códigos.
Las últimas huellas
El periodista Louis
Martin Chauffier escribió en Vu: «Quisiéramos entender, pero es inútil
intentarlo. Se trata, más que del horror del doble crimen, del carácter
alucinante del caso, del denso misterio que lo envuelve. Durante 13 horas
jueces, abogados, jurados y público no han dejado ni un solo instante de estar
obsesionados por esta angustiosa e insoluble cuestión: ¿cuál puede ser el móvil
de tan salvaje matanza? Jamás hubo una audiencia más banal en su desarrollo,
más despojada de incidentes, más desnuda. Y los rostros impasibles de las hermanas,
ajenas al debate, ¿no están privados de vida en la medida en que su vida está
volcada hacia dentro? ¿No fue aquel 2 de febrero el único momento de su lúgubre
y honesta existencia en que salieron fuera de sí mismas y escapó de ellas ese
mortal furor que, sin saberlo, dormía en su pecho?».
Jamás se descubrió
móvil alguno del crimen. El fiscal basó su alegato en la imagen de dos perras
rabiosas que muerden la mano del amo que les da de comer. Los defensores
coincidieron en la rutina de irresponsabilidad por demencia.
Los jueces,
perplejos, impotentes, se vieron forzados a sentenciar sin convicción, en la
misma frontera del absurdo: pena de muerte, conmutada por reclusión en un
manicomio, a Christine, y 10 años de cárcel a Lea.
Las hermanas no
quisieron recurrir la sentencia y se negaron en rotundo a dar las gracias a sus
abogados defensores. Su madre, que las puso a trabajar como criadas desde la
adolescencia, fue a visitarlas a la cárcel. Sus hijas no se inmutaron, no
contestaron a ninguna de sus preguntas y la llamaron madame, como a la señora
Lancelin.
En el manicomio de
Rennes, donde la internaron, Christine se negó a comer y, poco antes del
estallido de la II Guerra Mundial, murió de anemia. Su informe se perdió en el
incendio del manicomio, a causa de un bombardeo de la aviación aliada durante
la ocupación nazi.
Lea salió de la
cárcel el 3 de febrero de 1943, décimo aniversario de su crimen. Sus huellas se
pierden por completo en los ojos del guardián de la prisión, que fue el último
en ver su menuda figura enlutada alejándose de allí con una maleta en la mano.
Hola Alexa, un hallazgo totalmente casual tu blog, muy interesante. Te quería preguntar si tienes información acerca de los casos reales en que está basado el libro de Grinstein. En particular me interesan dos que ocurren en el marco de una relación laboral, los que a la TV fueron llevados como "Blanca, operaria", y otro de una empleada doméstica. Comparto contigo la lectura de esta narrativa, en que resulta imprescindible la victimización de la victimaria. En un artículo que nunca terminé los trataba como casos de ficción porque no logré dar fehacientemente con los casos a los que hacen referencia. Te agradezco por anticipado tu atención. Saludos, Romina
ResponderEliminarHola Romina, no, casi no hay información de los casos que mencionas :/
EliminarHola Romina. Tambien me interesa ese capitulo, el de Blanca Operaria, ya que analizado a la luz de los factores psicosociales que afectan a la salud de las personas dentro del ámbito laboral, es un caso de mobbing; casi de manual.
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