Fred Oesterreich era un hombre grande que tenía un gran apetito y fumaba grandes cigarros. Eso era todo lo que Frank tenía grande. Era dueño de una próspera fábrica de delantales, por 1903, en Milwakee, Wisconsin. La esposa de Fred, Walburga, era una mujer bellísima, con una figura que podía despertar a un muerto. Los Oesterreich, simplemente, no se llevaban bien. Claro, habían estado casados 15 años, vivían en un hogar confortable y eran ricos. Pero había problemas. Ya hemos mencionado uno de los defectos de Fred. También bebía muchísimo, pasaba la mayor parte de su tiempo en la fábrica de delantales y, en general, dejaba a Walburga de lado. Un buen día Walburga estaba cosiendo algo en su máquina de coser cuando ésta se atoró. Fred envió a uno de los muchachos de la fábrica a reparar la máquina. Otto Sanhuber, 17 años, apareció. El pequeño Otto medía una pizca menos de un metro y medio, tenía una barbilla retraída, ojos caídos y sufría de un severo caso de acné. Casi todo el tiempo le goteaba la nariz. Quién sabe qué química aparece entre nosotros los mortales. Antes de que terminara el día Walburga estaba bien, y muy al tanto de que las deficiencias que sobraban a su marido, ciertamente, no aplicaban a Otto. En cuanto a Otto, él pensó que había muerto y había ido al cielo.
Walburga y Otto no se cansaban el uno del otro. Cuando Fred abandonaba la casa cada mañana Otto se metía a escondidas en la casa para hacer el amor con Walburga. Mientras hacía lo suyo, Otto compartía el abundante abastecimiento de licor y alimento. Durante tres años esta idílica, pero riesgosa situación continuó. Walburga no podía pensar en la vida sin Otto. Para aliviar sus temores se le ocurrió una idea bizarra. Walburga sugirió a Otto que se mudara a la casa y ocupara el ático. Ella lo decoraría según sus requerimientos particulares: una vela, la cual no podía verse a través de la lona de la ventana. Otto tendría la mejor comida, habanos, vinos añejos y, además, tanto sexo como deseara. La ubicación de la puerta al ático era más bien accidental, pero no por eso menos conveniente (en el cuarto principal, directamente encima de la cama). Otto se mudó. El arreglo demostró ser ideal para todos los propósitos, si no tomamos en cuenta a Fred. El confinamiento no era tan malo para Otto, ya que podía disponer de la casa siempre que Fred no estaba, lo que era bastante seguido. Para pasar el tiempo, cuando no estaba haciendo su especialidad, Otto escribía historias de aventuras. Walburga las escribía a máquina y las enviaba a las editoriales. Al principio de todo, Otto obtuvo a cambio de su trabajo un cajón lleno de cartas de rechazo. Pero perseveró y comenzó a recibir cheques de forma regular. Walburga le abrió una cuenta en el banco. Fred se volvió una molestia a medida que pasaban los años. Siempre se quejaba sobre las grandes cuentas de comida. Sus cigarros siempre desaparecían. Cuando se quejaba sobre el ruido proveniente del ático, y no aceptaba la explicación de Walburga sobre los ratones correteando por ahí, ella le sugería que buscara ayuda psiquiátrica. Fred pronto se volvió un asiduo visitante del diván. Como diversión, generalmente, volvía a la casa con la cabeza en llamas y le daba unos cuantos golpes a su esposa. Walburga era filosófica: Era un precio pequeño a pagar.
En 1913 los Oesterreich se mudaron, pero Otto no fue molestado. Walburga se había asegurado de que su nuevo hogar tuviera un ático cómodo. Hubo momentos donde casi los pillan. Un día Fred regresó a su casa de forma inesperada y encontró a Otto revisando la nevera. Creyendo que había aprehendido a un ladrón, Fred echó a Otto de la casa. Nunca se dio cuenta que estaba maltratando al amante de su esposa. Dos horas más tarde Otto estaba comiendo una cazuela de pollo sumergido en el ático de la casa. La extraña vida de Otto, Walburga y Fred transcurrió felizmente durante varios años, justo hasta la noche del 22 de agosto de 1922. Esa noche Fred llegó a casa borracho. Comenzó a golpear a Walburga. Otto, que ahora era mucho más esposo de Walburga que su cónyuge legal, se puso furioso.
El pequeño sujeto bajó corriendo de su escondite en el ático, cogió una pistola calibre 25 de un estante y de forma poco ceremoniosa ventiló a Fred con más hoyos que un queso suizo promedio. Walburga, una pensadora rápida, inmediatamente se hizo cargo. Cogió el caro reloj de diamantes de la muñeca de su esposo.
Le dijo a Otto que regresara al ático. Luego se encerró en un armario y pasó la llave por debajo de la puerta dentro del cuarto donde su marido Fred yacía bien muerto. Un vecino, que había oído los tiros, llamó a la policía. Liberaron a la histérica Walburga del armario. Le dijo a la policía que ella y su marido habían llegado a la casa y habían sorprendido a un ladrón. Fred se resistió cuando el intruso trató de quitarle su reloj. El intruso disparó. Luego la metió en el ropero y lo cerró con llave. La policía tenía algunas sospechas, pero creyeron la historia de Walburga a regañadientes. Los bienes de Fred estaban valorados en casi un millón de dólares, pero había muchos detalles a ser aclarados antes de que el dinero pasara a manos de la viuda doliente. Walburga contrató a un abogado, Herman Shapiro. Durante una de sus visitas a la oficina de Shapiro le dio un regalo: un reloj de diamantes. Shapiro recordó que el reloj de diamantes había sido retirado de la muñeca de Fred.
Cuando le mencionó esto a Walburga ella sonrió y dijo que se había equivocado. Dijo que había hallado el reloj debajo de un cojín en la sala y simplemente quería dárselo a Shapiro como regalo. Una coincidencia complicó a Walburga. Hacía un año de la muerte de Fred. El Detective Herman Cline, el oficial a cargo de la investigación original del asesinato de Fred, apareció para charlar con el abogado Shapiro.
Se quedó atónito mientras observaba el reloj del hombre muerto descuidadamente dejado en el escritorio de Shapiro. Cuando le preguntó, Shapiro le relató la historia que Walburga le había contado. Cline corrió a la casa de Walburga y se llevó a la viuda en custodia. Walburga llamó a Shapiro por teléfono con instrucciones explícitas: “Sube a la gran habitación de mi casa. Golpea tres veces en la puerta del ático. Hay alguien allí (un medio hermano que es una especie de vagabundo). Dile que me he ido a Milwakee”. Shapiro hizo lo que le dijeron. Allí apareció Otto.
Shapiro contactó a un abogado criminalista, quien sugirió que Otto se fuera de viaje fuera del país. Otto tomó aquellos dólares que había acumulado por sus historias y se fue a Vancouver.
Mientras tanto, de vuelta a la prisión de Los Angeles, la policía liberaba a la viuda. Pasaron siete años. Walburga vivió de la herencia de Fred hasta 1930. Ahí fue cuando el abogado Shapiro tuvo problemas financieros y decidió ir a la policía. Walburga y Otto, que habían regresado a Los Angeles, fueron arrestados e inculpados por el asesinato de Fred. Otto fue hallado culpable de asalto. Como habían pasado las limitaciones, de tres años, fue liberado. Ahora, con 44 años, el pequeño galán salió caminando de la corte sin nada.
Había pasado en total 19 años en oscuros áticos. En el juicio de Walburga el jurado no se puso de acuerdo. También fue liberada. Walburga, de 63 años, abandonó la sala de la corte con muchísimo dinero y dulces recuerdos.