Marie Madeleine d’Aubray, marquesa de Brinvillier-La-Motte, nació el 22 de julio de 1630. Era la mayor de cinco hijos que tuvo Antoine Dreux d’Aubray, señor de Offémont y de Villiers, Consejero de Estado, Preboste y Vizconde de París y Teniente Civil de París. Perdió la virginidad a los siete años con uno de sus propios hermanos. Tenía mucho amor propio y una naturaleza ardiente y apasionada.
En el año 1651 se casó con Antoine Cobelin de Brinvilliers, barón de Nocerar, aportando al matrimonio una dote de doscientas mil libras, reuniendo entre ambos una gran fortuna.
El marqués de Brinvilliers tenía amistad íntima con un capitán de caballería llamado Godin de Sainte Croîx, bastardo de una buena familia de Gascuña. Pronto fue el amante de Marie Madeleine lo que al parecer consentía el marido que a su vez tenía otras amantes. Pero para el padre de Marie Madeleine fue demasiado, se enfureció y consiguió que Sainte Croix fuese detenido y encerrado en La Bastilla el 19 de marzo de 1663.
Fue al parecer en La Bastilla donde Sainte Croix aprendió todo lo relativo a la preparación de venenos con un tal Exili o Eggidi o Gilles, gentil hombre italiano que estuvo al servicio de la reina Cristina de Suecia.
Cuando logró salir libre de la prisión, enseñó a su vez aquellos conocimientos a su amante. Poco tiempo después Exili fue deportado pero de alguna manera se escapó o regresó a París alojándose precisamente en la propia casa de Sainte Croix. Exili había aprendido a su vez la química de los venenos de un conocido químico de la época, el suizo Cristophe Glaser, establecido en París, autor de un célebre “Tratado de Química”, boticario del rey, y descubridor del sulfato de potasa que llevó su nombre.
La Brinvilliers volvió con su amante apenas salido de la cárcel y se despertó en ella un profundo odio contra su padre responsable de la prisión de Sainte Croix. Tal fue su odio que decidió fríamente vengarse acabando con su vida y a la vez apropiarse así de la fortuna paterna. La Brinvilliers comenzó a visitar a los pobres y desvalidos de los hospitales a los que llevaba dulces, vino, galletas y otros regalos y pronto aquellos que atendía con tanto cariño aparente, morían.
Hizo una diversión y un ensayo con el envenenamiento de los enfermos de los hospitales, observando el efecto de las sustancias que les administraba.
Según las investigaciones de la época, envenenó también a varios criados “para ensayar”. Una vez que probó lo que llamaba “la receta de Glaser”, comprobando la impotencia de los médicos para descubrir las trazas del veneno en el cadáver, cuando estuvo segura del efecto, decidió el envenenamiento de su padre.
El 13 de junio de 1666, Antoine Dreux d’Aubray, que hacía varios meses sufría extrañas molestias, decidió marchar a sus tierras de Offrémont, a escasas leguas de Compiêgne, rogando a su hija que le acompañase y pasara con él y sus nietos dos o tres semanas. Desde la llegada de la marquesa de Brinvilliers junto a su padre, el mal de éste empeoró, presentándose grandes vómitos cada vez más violentos, teniendo que ser trasladado a París para ser atendido por otros médicos. Su hija le acompañó.
Marie Madeleine confesaría más tarde que había administrado veneno a su padre veintiocho, o tal vez treinta veces, bien con sus propias manos, biena a través de los lacayos. El envenenamiento duró ocho meses, al cabo de los cuales Antoine Dreux d’Aubray murió en París el 10 de septiembre de 1666.
La condesa de Brinvillers envenenando a su padre, según un grabado de la época
La autopsia mostró según los médicos que la muerte fue por “causas naturales”. Sin embargo corrió el rumor de que había sido envenenado. Una vez que se libró de su padre que era el crítico de su conducta licenciosa, Marie Madeleine ya no tuvo freno a sus pasiones y tuvo varios amantes a la vez, entre ellos un primo suyo de quien tuvo un hijo además de los que tenía de su marido y dos que tuvo de su amante Sainte Croix.
Luego se enamoró del preceptor de sus hijos, un joven llamado Briancourt, bachiller en teología. Sus devaneos no le impedían sentir celos de su primer amante Sainte Croix que andaba con otras mujeres y de su propio marido que tampoco perdía el tiempo, especialmente con una joven la Srta. Dufay a quien la Brinvilliers pensó apuñalar.
Mientras tanto, de la herencia paterna, le correspondió una parte que pronto dilapidó. A sus hermanos les había quedado sin embargo la mayor parte de la herencia. No vaciló en enviar a dos sujetos que le recomendó su amante para que asesinaran a su hermano mayor cuando viajaba en coche a Orleans, pero fracasaron en su intento. Como le urgía el dinero, se decidió a ensayar de nuevo el veneno. Para ello en 1669, consiguió hacer entrar como lacayo a un sujeto llamado La Chaussée en casa de su hermano Antoine.
El lacayo usó una dosis tan fuerte de veneno que el Teniente Civil se dio cuenta. Pero La Chaussée hábilmente se excusó diciendo que serían restos de una medicina que tomaba y rápidamente tiró el líquido al fuego.
Hubo un segundo intento el 6 de abril de 1670, por medio de un pastel del que comieron algunos de la familia sintiéndose enfermos. Antoine fue quien más sufrió. La Chaussée le atendía solícito y en cada bebida que tomaba le ponía más veneno. Los sufrimientos de Antoine eran cada vez mayores.
La Brinvilliers mientras tanto confesó al preceptor de sus hijos y amante de turno, Briancourt, que estaba tratando de envenenar a su hermano. El martirio de Antoine duró tres meses, vomitando continuamente, adelgazando, secándose poco a poco y muriendo por fin el 17 de junio de 1670. El otro hermano murió tres meses después y en la autopsia realizada por los cirujanos Duvaux y Duprès y el boticario Gavart, se pudo comprobar que había sido envenenado.
No sólo no pareció nadie sospechar de La Chaussée, sino que su difunto amo le dejó en su testamento “cien escudos por sus leales servicios”. Esta increíble Madame de Brinvilliers, como se sabría más tarde, intentó envenenar a su propia hija mayor porque “le parecía tonta”, aunque luego se arrepintió y le dio leche como contraveneno. Pero sus cómplices le exigían cada vez más dinero, teniendo que someterse a sus chantajes. Sainte Croix tenía guardados en una arqueta unos frascos de veneno y treinta y cuatro cartas de Marie Madeleine que la comprometían en los crímenes de sus familiares. Ella, al ver que su amante retenía las cartas comprometedoras, pensó en suicidarse usando sus mismos venenos.
Como se envanecía de hazañas que no podía callar, una vez dijo a uno de sus criados que tenía en una botella que le mostró algo con qué vengarse de sus enemigos y que en aquella misma botella había bastantes sucesiones. Cuando fue sometida a proceso por sus crímenes aquella palabra se haría famosa y al veneno se le llamaría “polvos de sucesión”.
En 1673, cansada al parecer de su señora de compañía, Mademoiselle de Villeray, la envenenó también. En sus confidencias a Briancourt, fue revelándole todos sus crímenes y le contó cómo había despreciado a sus hermanos a los que había envenenado.
Quedaban aún vivas su hermana Therèse d’Aubray y su cuñada Marie-Therèse Mangot, la viuda de Antoine, que le reprochaban su conducta viciosa. Briancourt escribió a ambas avisándoles que tuvieran cuidado pues se pretendía envenenarlas.
La Brinvilliers preparó una trampa a Briancourt a quien primero dio un veneno, que no le produjo al parecer el efecto deseado y luego encargó a Sainte Croix que le mandase apuñalar; cosa que también fracasó. Un tercer intento hubo al parecer pues Briancourt cuenta que un día alguien a quien no pudo ver le disparó dos tiros que no dieron en el blanco.
Mientras tanto, el marido de la Brinvilliers, el marqués consentidor fue también objeto de las “atenciones” de su mujer que en varias ocasiones recibió varias dosis de veneno de mano de la envenenadora. Pero arrepentida más tarde, le cuidaba y le administraba un contraveneno. El pobre marqués no hacía más que tomar triaca magna y orvietan que por entonces se creía que eran potentes fármacos y por lo tanto preventivos del envenenamiento. Briancourt por su parte logró escapar de aquel enrarecido ambiente retirándose en un convento.
Pero un acontecimiento imprevisto iba a tener lugar, el que serviría para descubrir los crímenes: la muerte de Sainte Croix en su misterioso laboratorio de la plaza Maubert, donde practicaba la alquimia tratando de hallar la piedra filosofal. Al parecer algunas emanaciones de las sustancias tóxicas que manipulaba y que respiró al romperse la máscara de vidrio que utilizaba, fueron las causantes de su final.
Cuando Madame de Brinvilliers se enteró, su primer pensamiento fue: “¡La arqueta en la que están guardadas mis cartas comprometedoras!” y trató por diversos medios de obtenerlas sin conseguirlo. Sainte Croix había dejado un papel escrito al que puso por cabecera “mi confesión”.
El comisario Picard se hizo cargo de las investigaciones el 8 de agosto de 1672 con el sargento Creuillebois. Éstos, en el registro realizado hallaron la arqueta con las cartas comprometedoras de las que deducirían toda la horrible historia de los crímenes, a pesar de que Sainte Croix en su confesión rogaba que la arqueta sellada se devolviese a Mme. de Brinvilliers por no contener nada de particular. Pero desobedeciendo aquel deseo, el comisario leyó las cartas y un documento por el que Mme. de Brinvilliers se comprometía a pagar a Sainte Croix treinta mil libras y las botellas conteniendo los venenos. El 22 de agosto el Teniente Civil citó a Mme. de Brinvilliers para examinar los escritos hallados, pero ésta envió a su procurador y huyó a Inglaterra. La Chaussée fue detenido. La viuda de Antoine presentó una denuncia contra los dos por el envenenamiento de su marido. La Chaussée, sometido a tortura, confesó ampliamente y fue condenado a muerte el 24 de mayo de 1673. Fue desmembrado en una rueda hasta que murió.
La marquesa, por entonces, vivía miserablemente en Londres.
Hasta el mismo Luis XIV se interesó mucho por el proceso, puesto que implicaba a la alta nobleza. Quiso que la investigación se llevase adelante hasta sus últimas consecuencias y que todos los cómplices por alto que fuese su linaje fuesen descubiertos y condenados. Se solicitó la extradición de la Brinvilliers a Inglaterra y el rey de aquel país la concedió. Aunque tardó en conceder los deseos de Luis XIV, y para entonces Marie Madeleine ya había huido a los Países Bajos.
Su marido, el desconcertante marqués de Brinvilliers se había instalado tranquilamente con sus hijos en la finca y castillo de su suegro, del que Luis XIV le ordenó salir y dejar todo aquello a la viuda de su hermano.
El 25 de marzo de 1676 la marquesa de Brinvilliers fue por fin detenida en Lieja en el convento en que se había refugiado. La detención es un capítulo más rocambolesco aún en la historia de esta familia. El capitán Degrez, disfrazado de abad, consiguió interesar a Mme. de Brinvilliers en una cita amorosa, y ésta cuando esperaba una aventura galante más, se encontró con un oficial de policía. M. Degrez y dos arqueros que la detuvieron pocos momentos antes de que las tropas españolas entrasen en Lieja.
La marquesa de Brinvilliers llevaba consigo en el momento de ser detenida una confesión escrita de todos sus crímenes que sería más tarde publicada por Armand Fouquier en su obra “Las Causas Célebres”.
Conducida a Maestricht, fue encerrada el 29 de mayo en la prisión de la ciudad. Intentó suicidarse tomando fragmentos de vidrio molido de un vaso que había roto, y además tragó alfileres, pero todo en vano. No murió de aquel intento. Un tercer intento de suicidio fue más horrible todavía, introduciéndose un bastón por la vagina. Curada de todos aquellos intentos trató de comprar a uno de sus guardias para escapar de la prisión, matar al policía Degrez al que odiaba y al criado que la atendía, robar la caja donde Degrez guardaba su confesión escrita, coger caballos y huir. Todo en vano.
Fue trasladada a París y encerrada en la Conciergeríe el 26 de abril. Desde allí escribió cartas a sus amistades que uno de los guardianes prometía entregar, cuando en realidad eran entregadas a los magistrados.
Comenzó el proceso contra esta increíble mujer el 29 de abril de 1676. Ella negó con obstinación todos los cargos y pruebas, incluso sus confesiones. Se la acusó de asesinatos, de sodomía y de incesto. Briancourt compareció ante el Tribunal haciendo un detallado relato de la vida de su ex-amante. Briancourt entre sollozos se dirigió a ella en el curso del último careo exclamando: “Os advertí muchas veces señora de vuestros desórdenes, de vuestra crueldad y que vuestros crímenes os perderían” a lo que ella respondió: “Siempre habéis sido un cobarde Briancourt, y ahora tampoco tenéis valor. Lloráis”.
Durante todo el proceso no se descompuso el rostro de Marie Madeleine. Siguió negando todo. Conservó siempre su mente clara y una mirada dura en sus ojos azules.
Los esfuerzos extraordinarios del abogado defensor M. Mivelle fueron inútiles. El Presidente del Tribunal anunció que le enviaría una persona de gran virtud que la consolaría en sus últimos momentos y trataría de salvar su alma, el abate Edmond Pirot, teólogo y profesor de la Sorbona, conocido en toda Europa por sus discusiones con Leibnitz.
El abate Pirot ha contado el último día de Mme. de Brinvilliers minuto a minuto en dos volúmenes que constituyen un verdadero monumento literario. Consiguió con su bondad y su habilidad convertir en cera aquella roca dura. Ella le contó todos los pormenores de su vida, con una sangre fría que dejó asombrado al abate. Escribió una carta a su marido desde la prisión pidiéndole perdón por toda la ignominia que había hecho caer sobre la familia y especialmente sobre él y sus hijos y lloró amargamente ante las palabras que le dirigió el buen sacerdote, para estimular su arrepentimiento. Le habló de sus hijos a los que decía amar tiernamente y que no había querido verlos para que no les quedase una imagen amarga de su madre.
El 16 de julio de 1676 se leyó la sentencia:
“La Corte ha declarado a la dicha d’Aubray de Brinvilliers culpable de haber envenenado a su padre M. Dreux d’Aubray y haber hecho envenenar a sus dos hermanos y atentado contra la vida de su hermana (no se habla de más muertes ni de sus ensayos). Por ello se la condena a presentarse en la puerta principal de la iglesia de Notre Dame de París, con los pies desnudos, la cuerda al cuello, manteniendo en sus manos una antorcha ardiente de 2 libras de peso y allí de rodillas declarar que por venganza y para apoderarse de sus bienes envenenó a su padre, a sus dos hermanos y atentó contra la vida de su hermana, de todo lo cual se arrepiente y pide perdón a Dios, al Rey y a la Justicia. Y en la plaza de la Grève de esta villa le cortarán la cabeza en el cadalso levantado en la dicha plaza. Luego su cuerpo será quemado y las cenizas aventadas…”
Después de la lectura de la sentencia, la llevaron a la sala de torturas.
Al entrar dijo: “Señores, es inútil eso. Yo diré todo sin olvidar un detalle. Negué todo durante el juicio porque así creía defenderme y no creí estar obligada a confesar nada. Se me ha convencido de lo contrario y os aseguro que si hubiese hablado hace tres semanas con la persona que me habéis enviado ayer, haría tres semanas que sabríais toda la verdad”.
Después, levantando la voz hizo una declaración de todos sus crímenes. En cuanto a la composición de los venenos que usaba, sólo sabía que llevaban arsénico, vitriolo y veneno de sapo.
El único antídoto que ella conocía era la leche. Como cómplices sólo tuvo a Sainte Croix y los lacayos.
Los jueces consideraron que había hablado sinceramente, pero la tortura era exigida por el reglamento y así se la sometió a la tortura del agua, la más cruel que se aplicaba por entonces en París.
Madame Brinvilliers siendo torturada
Se hacía beber enormes cantidades de agua al condenado, lo que producía una gran dilatación del estómago e intestinos y con ello horribles dolores. Pirot con sus palabras había doblegado aquel carácter de hierro y entregado a los jueces a la condenada sumisa y resignada. Pero la tortura cambió su actitud que se transformó de nuevo en odio a todo y a todos. Pero pasado el mal rato, el P. Pirot con su voz amable y bondadosa la hizo volver a su anterior estado de paz interna.
Permaneció unos instantes de rodillas ante el altar de la capilla para marchar luego al suplicio, descalza, con la camisa de los condenados, en una mano el cirio de los penitentes y en la otra un crucifijo.
Al salir de la Conciergeríe fue subida a una carreta muy estrecha donde apenas podían permanecer la condenada, el verdugo y el P. Pirot. La carreta avanzaba hacia la plaza de la Grève. Las calles estaban llenas de gentes curiosas que iban a presenciar el ajusticiamiento. Un dibujante, Le Brun, le hizo un dibujo que hoy se expone en el Museo del Louvre de París con el N. 853 a lápiz rojo y negro, considerado como una obra de arte. Se ve en él la silueta del abate Pirot detrás de la condenada.
La gente la insultaba al paso aunque otros la compadecían. Subió al cadalso con entereza y dijo al sacerdote: “No os vayáis antes de que mi cabeza haya caído. Me lo habéis prometido. Os ruego me perdonéis el tiempo que os he quitado… Os ruego que digáis un De Profundis en el momento de mi muerte y mañana una misa. Rogad a Dios por mí”. A lo que contestó Pirot: “Haré lo que me pedís”. Y cuenta en su estremecedora obra el abate Pirot: “Se arrodilló seguidamente sobre el cadalso con la cara vuelta hacia el Sena. No estaba asustada. Sufrió pacientemente cuanto le hizo el verdugo para prepararla, cortándole los cabellos, haciéndole mover la cabeza en distintas formas, incluso a veces con rudeza.
Ella se sometió a esta vergüenza pública con paciencia. Se dejó atar las manos como si le hubiesen puesto brazaletes de oro y se dejó poner la cuerda al cuello como si hubiese sido un collar de perlas”. Luego dijo: “Quisiera que me quemaran viva para hacer mi sacrificio más meritorio”.
El abate Pirot cantó la Salve y el pueblo le acompañó. Entonces dijo a la condenada que le iba a dar la absolución: “Renovad vuestra contrición”, Y le dio la absolución, pronunciando las palabras sacramentales porque el tiempo apremiaba.
La cara de Mme. de Brinvilliers irradiaba esperanza y alegría, serenidad y la ternura del arrepentimiento bien diferente de aquello que debió sentir cuando eliminaba a sus familiares.
Sonó un golpe sordo. La cuchilla hizo su trabajo tan limpiamente que por un instante la cabeza parecía que no quería separarse del cuerpo. “Señor, dijo el verdugo al abate, ¿no os parece que ha sido un bello golpe? Yo me encomiendo siempre a Dios en estas ocasiones.
Le haré decir seis misas a esta señora”.
El cuerpo fue llevado a la pira, donde las llamas pronto la consumieron. Después las cenizas fueron dispersadas, pero el pueblo, siempre imprevisible, se acercó al lugar para llevarse los restos calcinados.