Styllou Pantopiu Christofi nació en 1901 y vivió casi toda su existencia en una pequeña aldea de la isla de Chipre, siempre dividida entre turcos y griegos. Algunas aldeas de Chipre son paupérrimas. La tierra es estéril y llena de guijarros, lo que obliga a sus habitantes a una lucha constante por la supervivencia. Muchos jóvenes optaron por cambiar su suerte y su modo de vida emigrando a las ciudades. A diferencia de los peninsulares, los grecochipriotas mostraban grandes influencias turcas en sus costumbres y en su cultura.
Las familias griegas eran frecuentemente matriarcales y las abuelas desplegaban un considerable poder dentro de ellas. Entre los musulmanes turcos el varón era cabeza de familia, pero la mujer de más edad ejercía una férrea autoridad sobre las mujeres más jóvenes. Styllou mostraba en sus comportamientos y en sus criterios el resultado de la mezcla de estos hábitos culturales. Siempre se consideraba en posesión de la verdad y no permitía que le llevaran la contraria. Además estaba llena de manías, las cuáles siempre la convirtieron en una mujer cruel y conflictiva. La violencia era un aspecto cotidiano de la vida en el entorno de Styllou.
La cruenta contienda entre turcos y griegos se había desarrollado dentro y fuera de Chipre durante siglos. Ambas comunidades tenían un código familiar que consideraba una deshonra no vengar cualquier supuesta afrenta con la muerte del otro. Styllou mostró siempre una personalidad extremadamente violenta. En 1925, y como consecuencia de un agravio familiar, cometió su primer crimen: a raíz de los conflictos que siempre había sostenido con la madre de su esposo, mató a su suegra introduciéndole en la boca, que dos campesinas mantenían abierta, una tea ardiendo. El mismo férreo código de silencio le aseguró la absolución de su crimen.
En 1942, Stavros Christofi, el hijo único de Styllou, tomó una decisión definitiva: dejando atrás la pobreza y el estilo feudal de vida de la isla, optó por dirigirse a Londres, en ese entonces ensombrecido por la Segunda Guerra Mundial. Se trasladó en primer lugar a Nicosia, la capital de Chipre, donde trabajó como camarero para ahorrar el dinero suficiente que le permitiera pagarse el pasaje del barco. Stavros huía no sólo de los ásperos rigores de la vida campesina, sino de las agobiantes tensiones de una vida familiar dominada por la torva personalidad de su madre. El asesinato de su abuela a manos de ella había destrozado el matrimonio de sus padres.
El joven prosperó en Londres, donde enseguida consiguió un buen empleo en el Café de París. Conoció a una joven alemana llamada Hella, quien trabajaba en una tienda de modas, de quien se enamoró. Tras un breve noviazgo, se casaron y tuvieron tres hijos. Ocupaban una vivienda modesta en un cómodo barrio londinense, cerca de Hampstead Heath. De esta forma, rompió con la tradición de la isla al contraer matrimonio con una mujer que no era griega y al orientar su vida lejos de la comunidad grecochipriota londinense, dedicada fundamentalmente a la industria de la alimentación y a la del vestido. Chipre y su secular conflicto entre griegos y turcos, siempre a punto de ignición, parecía estar a millones de kilómetros de distancia; a los ingleses les preocupaban más los nazis. Entonces, como un fantasma que surgiera del pasado, Styllou llegó a Inglaterra. Stavros no podía negarse a acoger a su madre en su hogar. Después de todo, ella no conocía a sus nietos ni a su nuera y él era hijo único. Aunque tenía cincuenta y tres años, Styllou aparentaba setenta.
El plan era que Styllou se quedara con ellos hasta encontrar un trabajo que le permitiera ahorrar algún dinero para comprarse un terreno en Chipre. Los agotados olivos del pueblo eran improductivos. La vida consistía en una lucha encarnizada por la supervivencia y su segundo marido era un inútil, incapaz de procurar el sustento de su mujer y de sí mismo. Stavros y Hella se esforzaron en hacerle agradable la estancia, pero la suerte actuaba en contra de la pareja. Después de la alegría inicial por ver a Stavros y a los niños, Styllou empezó a mostrar un patente resentimiento en contra de Hella, culpándola de sus problemas de comunicación al no saber hablar inglés correctamente, y de las frustraciones de la vida en la gran ciudad. Para una persona como Styllou, el complejo y liberal estilo de vida de aquel suburbio del opulento Londres resultaba un misterio constante. Estaba acostumbrada a resolver los problemas por la acción directa. Hella representaba un obstáculo entre ella y el apoyo y afecto naturales de su único hijo. Según su código, aquello era un crimen subrayado por la tozudez de una nuera que trataba de rebajar su autoridad matriarcal. Empezaron a aflorar sus celos y el resentimiento que sentía hacia Hella. No estaba de acuerdo con nada de lo que la inglesa hacía. Odiaba la casa, le molestaba el aspecto moderno de su nuera y consideraba que estaba malcriando a los niños al negarse a golpearlos para corregirlos. Hella aparecía ahora como un obstáculo entre Styllou y la vida de felicidad y confort que podría compartir con su hijo. La idea de tener que volver al pueblo con su marido acendraba aún más aquel sentimiento. Muchas mujeres griegas, y también sus maridos, trabajaban en el extranjero durante muchos años con objeto de ahorrar dinero o conseguir una jubilación que les permitiera una vejez tranquila en su pueblo natal. Este era uno de los propósitos de Styllou Christofi cuando se trasladó a Londres. Como era tradicional, se daba por supuesto que Stavros se encargaría de mantener a su madre cuando se hiciera vieja. Sin embargo, no parecía tener la intención de volver a su desolada aldea chipriota. Styllou se dio cuenta de que Stavros y su mujer habían optado por una vida acorde con los valores modernos y a ella no le quedaba más solución que volver a su pobreza con las manos vacías. Styllou regresaría de su exilio voluntario sin nada positivo; la humillación que sentía ante su situación contribuyó a aquel odio violento dirigido contra su nuera Hella. Styllou era una mujer pendenciera que soltaba improperios en griego a su hijo y a su nuera. Maldecía, insultaba, vociferaba y hacía la vida imposible en aquella reducida vivienda. En vista de su desaforado proceder, Stavros trató en dos ocasiones de buscarle otros alojamientos, pero la expulsaron de ellos a causa de sus intemperancias. Su nuera, finalmente, planteó un ultimátum. Dijo a su marido que se marcharía con los niños para pasar unas vacaciones con su familia en Alemania. A su vuelta, Styllou tendría que haber regresado a Chipre.
El miércoles 28 de julio de 1954 Stavros se fue a trabajar; los niños estaban en la cama. Cuando las dos mujeres se quedaron solas en la cocina, Styllou aprovechó la ocasión. A causa de una vida de duro trabajo físico a sus espaldas, Styllou era una mujer forzuda, fuerza multiplicada por el odio feroz que sentía hacia Hella. Primero derribó a su desprevenida nuera con el pesado recogedor de la ceniza de la cocina, que era de fierro fundido. Y la golpeó de nuevo, insistiendo una y otra vez en su acción. A fuerza de golpes consiguió someterla, al tiempo que profería insultos en su contra. Los gritos de dolor de Hella no la conmovieron. Le fracturó la base del cráneo, le desgarró la oreja derecha y le arrancó una parte del cuero cabelludo. Después de dejarla inconsciente a base de golpes, Styllou la remató rodeándole el cuello con una pañoleta y apretando con tal furia, que posteriormente, y con objeto de disimular la causa real de la muerte, tuvo que cortarlo para poderlo retirar del cuello de su nuera, ya que se había incrustado en la carne hasta cortarla y quedarse allí. Acto seguido, Styllou intentó quemar el cuerpo con papeles y petróleo. Sin embargo, un cuerpo humano no arde fácilmente, y la parafina y los papeles no eran adecuados para semejante tarea. En el transcurso de sus siniestros esfuerzos, Styllou vio la alianza de boda de Hella. O bien porque simbolizaba el poder de la mujer sobre su hijo, o porque su naturaleza campesina no toleraba la pérdida de algo valioso, Styllou sacó la alianza del dedo de su nuera y la escondió en su habitación tras un adorno, envuelta en un papel.
A las 23:45 horas, un vecino llamado John Young advirtió el olor y el resplandor procedentes de un incendio en el patio de South Hill Park. Las llamaradas surgían a un par de casas de su vivienda, así que decidió echar un vistazo para asegurarse de que no había peligro de que el fuego se extendiera. Mirando por encima de la valla se encontró con el espectáculo de un torso femenino que yacía sobre una fogata de periódicos. Lo primero que se figuró fue que alguien estaba tratando de quemar el maniquí de algún escaparate. “Pude ver desde los muslos hasta abajo. Tenía doblados los codos, tal y como se los ponen a los maniquíes de los escaparates, y desprendía un penetrante olor a cera”, declaró a la policía. John Young sabía que la vivienda que daba al patio estaba ocupada por los Christofi. Como continuaba mirando por encima de la valla, John Young pudo ver a Styllou salir al patio por el ventanal y agacharse para atizar el fuego. John se volvió a casa tranquilizado por la creencia de que la vieja señora Christofi estaba quemando basura y no había por lo tanto peligro de incendio.
Una hora después, Styllou Christofi salió corriendo a la calle gritando y agitando los brazos. Un tal señor Burstoff, que llevaba a su mujer a casa después de cerrar su restaurante, tuvo que frenar de golpe para no atropellar a la mujer. En un inglés difícilmente comprensible chillaba: “¡Venga, por favor! ¡Fuego ardiendo! ¡Niños durmiendo!” Los Burstoff salieron del coche apresuradamente e intentaron calmar a la mujer acompañándola a cruzar la verja y atravesar el patio. Cuando entraron en la casa ya no salían llamas del rescoldo humeante. Sin embargo, el señor Burstoff no se hacía muchas ilusiones sobre el cuerpo achicharrado, semejante a un maniquí abandonado. Encontró el teléfono y llamó a la policía. Llegaron a la casa al mismo tiempo que el fatigado Stavros regresaba del trabajo. Las primeras informaciones de la prensa, aparecidas el viernes 30 de julio, describían cómo la anciana señora Christofi había descubierto el cuerpo de su nuera. Erróneamente atribuían a Styllou la edad de setenta años. “¡Tragedia Griega!”, cabeceaban los diarios. Averiguaron también que un vecino ciego de setenta y cinco años aseguraba que en una ocasión oyó a dos individuos hablando en voz baja en el jardín de los Christofi a eso de la medianoche. Pero ese mismo día, la policía acusó a Styllou Christofi del asesinato de su nuera, Hella Christofi, de treinta y seis años. Tuvieron que repetir la acusación en griego. A través de un intérprete, la mujer dio una entrecortada explicación del olor a gasolina que invadía el patio y el interior de la casa. “Yo no usé ningún petróleo, pero unos días antes se derramó un poco por el suelo. Yo no hice caso. Seguramente al pisarlo se extendió el olor. No sé nada más sobre esta historia”, afirmó. La autopsia demostró que Hella Christofi había sufrido una feroz agresión. No sólo tenía fracturado el cráneo a causa de un golpe brutal con un objeto pesado, sino que la infortunada joven había fallecido por asfixia, estrangulada. Las quemaduras del cuerpo habían sido producidas después de su muerte como resultado del intento burdo, aunque calculado, por incinerarla para hacer desaparecer las huellas del crimen. Los periódicos cabecearon ahora: "¡La Suegra Asesina!".
El juicio comenzó el 25 de octubre de 1954 en el Tribunal Criminal de Londres. Cuando le leyeron los cargos, Styllou Christofi sacudió enérgicamente la cabeza al tiempo que exclamaba: “¡No!” Fue una de sus escasas declaraciones en inglés. Su abogado la amplió, alegando: “Me declaro inocente y me reservo mi defensa”. Un alegato inicial de locura podría haber solucionado rápidamente el caso. La exposición de su pasado de violencia en Chipre, la muerte sádica de su suegra, el relato comprobado de sus explosiones de cólera en el piso de Hampstead, así como su truculento carácter “de extranjera”, habrían sido factores decisivos. Sin embargo, Styllou reaccionó agraviada ante la simple mención de una enfermedad mental. “Soy una pobre mujer sin educación, pero no estoy loca. Jamás, jamás, jamás”. La versión de los sucesos de aquella noche fatal del 28 de julio que el defensor presentó al tribunal sonaba muy falsa. Styllou declaró que se había ido a la cama antes que su nuera, que aún estaba lavándose. La despertó el olor del humo, se levantó y vio abierta la puerta de la calle. Entonces fue a buscar a Hella, pero no estaba en su cuarto. Se precipitó escaleras abajo y, a través de la puerta de la cocina, vio fuego en el patio. El cuerpo de su nuera yacía entre las llamas con el rostro cubierto de sangre. Styllou declaró que intentó reavivar a Hella rociándola con agua. Entonces se lanzó a la calle y detuvo el coche de los Burstoff. La acusada insistió obstinadamente en su increíble historia durante todo el juicio, a pesar de que todas las pruebas actuaban en su contra. Durante la investigación preliminar, el director del Laboratorio de la Policía Metropolitana de Scotland Yard declaró que había huellas patentes de los intentos de limpiar grandes manchas de sangre en la cocina de la vivienda. Las patas de la mesa y el linóleo del suelo mostraban rastros de sangre humana, aunque habían tratado de hacerlas desaparecer.
El segundo día del juicio propiamente dicho, en octubre de 1954, el jurado en pleno, a petición del abogado de la defensa, se trasladó en autobús a Hampstead para visitar la escena del crimen durante la noche. Sin embargo, este intento destinado a contradecir la declaración de John Young no obtuvo resultado. Las pruebas materiales, especialmente el anillo de boda de Hella escondido debajo de un adorno del dormitorio de Styllou, pusieron en un aprieto a la defensa cuando la acusación expuso su versión de los hechos acaecidos en aquella fatídica noche del 28 de julio. Styllou declaró que el anillo de bodas lo había encontrado en la escalera y lo había guardado creyendo que era un arillo de cortina. Durante el juicio, su hijo Stavros, a preguntas de la acusación, manifestó que el anillo le quedaba muy ajustado a su esposa y que no se le podía haber deslizado del dedo accidentalmente. El 29 de octubre, exactamente a los cuatro días de iniciarse el juicio, el jurado se retiró a deliberar. Al cabo de dos horas emitió su veredicto, según el cual declaraba a Styllou Christofi culpable del asesinato de su nuera Hella. Fue sentenciada a morir en la horca. El 30 de noviembre el Tribunal de Apelación de lo Penal denegó el recurso contra la sentencia. En el último momento, un grupo de miembros antihorca del Parlamento intentaron convencer al Ministerio del Interior para que impidiera la ejecución, basándose en la enfermedad mental de la acusada. Este intento fracasó.
El miércoles 15 de diciembre de 1954, Styllou Christofi murió ahorcada en la prisión de Holloway. Christofi fue la primera mujer ejecutada en Gran Bretaña en treinta años. Fue también la penúltima, sucedida por Ruth Ellis, ejecutada seis meses después. Por una siniestra casualidad, Ruth Ellis mató a su amante en la misma calle de Hampstead donde Styllou Christofi asesinó a su nuera. Las pruebas del caso Christofi indicaban que el acto había sido cometido espontáneamente, sin que mediara un plan previamente estudiado. El arma asesina era el primer instrumento al alcance de la mano de Styllou en el momento en que se le presentó la oportunidad del crimen. Las huellas de sangre halladas en el pesado recogedor de hierro que usaban para sacar la ceniza de la estufa probaron que fue el arma del crimen. Se suponía que la víctima llevaba puesto al cuello el pañuelo empleado para estrangularla. Los métodos que empleó Christofi para ocultar sus huellas rozaban el límite de la estupidez. La agresión inicial había dejado la cocina cubierta con la sangre de Hella. Los intentos de fregarla resultaron infructuosos; la investigación policial descubrió rastros de sangre en las patas de la mesa de la cocina y el linóleo. Styllou tuvo que cortar el pañuelo con el que había estrangulado a Hella, pero lo dejó a la vista. Y fue patético su fallido intento de ocultar las consecuencias de su crimen tratando de quemar el cuerpo de su nuera. Styllou regó el lugar con petróleo. El olor invadía toda la casa, el mismo olor a cera que detectó John Young, el primer testigo. La prueba del anillo de boda tan torpemente escondido se añadía a las demás y apuntaba a un crimen cometido impulsivamente. Este dato podía ser el fundamento de un alegato de locura, pero el extraviado orgullo campesino de la acusada negándose a presentarlo fue la causa de su última y fatal actuación. Las abrumadoras pruebas de culpabilidad presentadas en el juicio le aseguraron un lugar en la historia como la última, aunque no la única, mujer ahorcada en Inglaterra.
En el juicio y ejecución de Styllou Christofi hubo dos asuntos políticos que pudieron influir en el resultado. El primero fue su nacionalidad: era chipriota y el Caso Christofi coincidió con el comienzo de un resurgimiento del nacionalismo en Chipre que rápidamente condujo a una sangrienta guerra civil, a la intervención de las tropas británicas y, por último, a la independencia de la isla. Al tiempo que se acercaba el final del mandato de Winston Churchill, los días de poder del imperio estaban contados. La década siguiente sería testigo de su hundimiento y el alzamiento chipriota de 1950 fue el aviso de la tormenta que se avecinaba. Durante la vista preliminar del caso Christofi, los grecochipriotas emprendieron violentas acciones en contra del poderío colonial, luchando por la Enosis, la unión con Grecia.
El día 28 de agosto, The Times informaba que un grupo de oficiales griegos del destacamento de tierra se dirigía a Atenas llevando dos frascos llenos de su propia sangre, como demostración de que estaban dispuestos a dar sus vidas, si era necesario, por la liberación de Chipre. Después de un triunfal recibimiento en Atenas, los oficiales manifestantes donaron uno de los frascos de sangre a la iglesia de Chipre y el otro se lo enviaron a Winston Churchill. Esos acontecimientos podrían no haber afectado directamente al caso, pero sí impidieron los intentos de un grupo de parlamentarios laboristas por crear un ambiente de comprensión a favor de Styllou. El grupo laborista que se oponía a la horca solamente conseguía publicidad cuando iba a llevarse a cabo una ejecución. Los argumentos conmovedores eran eficaces, pero en el caso de Styllou Christofi el personaje resultaba profundamente antipático al público. No sólo era claramente culpable de un asesinato salvaje, sino que aparecía como el estereotipo de la primitiva isleña grecochipriota, desagradecida a los favores de la civilización colonial e indigna de clemencia.
En 1942, Stavros Christofi, el hijo único de Styllou, tomó una decisión definitiva: dejando atrás la pobreza y el estilo feudal de vida de la isla, optó por dirigirse a Londres, en ese entonces ensombrecido por la Segunda Guerra Mundial. Se trasladó en primer lugar a Nicosia, la capital de Chipre, donde trabajó como camarero para ahorrar el dinero suficiente que le permitiera pagarse el pasaje del barco. Stavros huía no sólo de los ásperos rigores de la vida campesina, sino de las agobiantes tensiones de una vida familiar dominada por la torva personalidad de su madre. El asesinato de su abuela a manos de ella había destrozado el matrimonio de sus padres.
El joven prosperó en Londres, donde enseguida consiguió un buen empleo en el Café de París. Conoció a una joven alemana llamada Hella, quien trabajaba en una tienda de modas, de quien se enamoró. Tras un breve noviazgo, se casaron y tuvieron tres hijos. Ocupaban una vivienda modesta en un cómodo barrio londinense, cerca de Hampstead Heath. De esta forma, rompió con la tradición de la isla al contraer matrimonio con una mujer que no era griega y al orientar su vida lejos de la comunidad grecochipriota londinense, dedicada fundamentalmente a la industria de la alimentación y a la del vestido. Chipre y su secular conflicto entre griegos y turcos, siempre a punto de ignición, parecía estar a millones de kilómetros de distancia; a los ingleses les preocupaban más los nazis. Entonces, como un fantasma que surgiera del pasado, Styllou llegó a Inglaterra. Stavros no podía negarse a acoger a su madre en su hogar. Después de todo, ella no conocía a sus nietos ni a su nuera y él era hijo único. Aunque tenía cincuenta y tres años, Styllou aparentaba setenta.
El plan era que Styllou se quedara con ellos hasta encontrar un trabajo que le permitiera ahorrar algún dinero para comprarse un terreno en Chipre. Los agotados olivos del pueblo eran improductivos. La vida consistía en una lucha encarnizada por la supervivencia y su segundo marido era un inútil, incapaz de procurar el sustento de su mujer y de sí mismo. Stavros y Hella se esforzaron en hacerle agradable la estancia, pero la suerte actuaba en contra de la pareja. Después de la alegría inicial por ver a Stavros y a los niños, Styllou empezó a mostrar un patente resentimiento en contra de Hella, culpándola de sus problemas de comunicación al no saber hablar inglés correctamente, y de las frustraciones de la vida en la gran ciudad. Para una persona como Styllou, el complejo y liberal estilo de vida de aquel suburbio del opulento Londres resultaba un misterio constante. Estaba acostumbrada a resolver los problemas por la acción directa. Hella representaba un obstáculo entre ella y el apoyo y afecto naturales de su único hijo. Según su código, aquello era un crimen subrayado por la tozudez de una nuera que trataba de rebajar su autoridad matriarcal. Empezaron a aflorar sus celos y el resentimiento que sentía hacia Hella. No estaba de acuerdo con nada de lo que la inglesa hacía. Odiaba la casa, le molestaba el aspecto moderno de su nuera y consideraba que estaba malcriando a los niños al negarse a golpearlos para corregirlos. Hella aparecía ahora como un obstáculo entre Styllou y la vida de felicidad y confort que podría compartir con su hijo. La idea de tener que volver al pueblo con su marido acendraba aún más aquel sentimiento. Muchas mujeres griegas, y también sus maridos, trabajaban en el extranjero durante muchos años con objeto de ahorrar dinero o conseguir una jubilación que les permitiera una vejez tranquila en su pueblo natal. Este era uno de los propósitos de Styllou Christofi cuando se trasladó a Londres. Como era tradicional, se daba por supuesto que Stavros se encargaría de mantener a su madre cuando se hiciera vieja. Sin embargo, no parecía tener la intención de volver a su desolada aldea chipriota. Styllou se dio cuenta de que Stavros y su mujer habían optado por una vida acorde con los valores modernos y a ella no le quedaba más solución que volver a su pobreza con las manos vacías. Styllou regresaría de su exilio voluntario sin nada positivo; la humillación que sentía ante su situación contribuyó a aquel odio violento dirigido contra su nuera Hella. Styllou era una mujer pendenciera que soltaba improperios en griego a su hijo y a su nuera. Maldecía, insultaba, vociferaba y hacía la vida imposible en aquella reducida vivienda. En vista de su desaforado proceder, Stavros trató en dos ocasiones de buscarle otros alojamientos, pero la expulsaron de ellos a causa de sus intemperancias. Su nuera, finalmente, planteó un ultimátum. Dijo a su marido que se marcharía con los niños para pasar unas vacaciones con su familia en Alemania. A su vuelta, Styllou tendría que haber regresado a Chipre.
El miércoles 28 de julio de 1954 Stavros se fue a trabajar; los niños estaban en la cama. Cuando las dos mujeres se quedaron solas en la cocina, Styllou aprovechó la ocasión. A causa de una vida de duro trabajo físico a sus espaldas, Styllou era una mujer forzuda, fuerza multiplicada por el odio feroz que sentía hacia Hella. Primero derribó a su desprevenida nuera con el pesado recogedor de la ceniza de la cocina, que era de fierro fundido. Y la golpeó de nuevo, insistiendo una y otra vez en su acción. A fuerza de golpes consiguió someterla, al tiempo que profería insultos en su contra. Los gritos de dolor de Hella no la conmovieron. Le fracturó la base del cráneo, le desgarró la oreja derecha y le arrancó una parte del cuero cabelludo. Después de dejarla inconsciente a base de golpes, Styllou la remató rodeándole el cuello con una pañoleta y apretando con tal furia, que posteriormente, y con objeto de disimular la causa real de la muerte, tuvo que cortarlo para poderlo retirar del cuello de su nuera, ya que se había incrustado en la carne hasta cortarla y quedarse allí. Acto seguido, Styllou intentó quemar el cuerpo con papeles y petróleo. Sin embargo, un cuerpo humano no arde fácilmente, y la parafina y los papeles no eran adecuados para semejante tarea. En el transcurso de sus siniestros esfuerzos, Styllou vio la alianza de boda de Hella. O bien porque simbolizaba el poder de la mujer sobre su hijo, o porque su naturaleza campesina no toleraba la pérdida de algo valioso, Styllou sacó la alianza del dedo de su nuera y la escondió en su habitación tras un adorno, envuelta en un papel.
A las 23:45 horas, un vecino llamado John Young advirtió el olor y el resplandor procedentes de un incendio en el patio de South Hill Park. Las llamaradas surgían a un par de casas de su vivienda, así que decidió echar un vistazo para asegurarse de que no había peligro de que el fuego se extendiera. Mirando por encima de la valla se encontró con el espectáculo de un torso femenino que yacía sobre una fogata de periódicos. Lo primero que se figuró fue que alguien estaba tratando de quemar el maniquí de algún escaparate. “Pude ver desde los muslos hasta abajo. Tenía doblados los codos, tal y como se los ponen a los maniquíes de los escaparates, y desprendía un penetrante olor a cera”, declaró a la policía. John Young sabía que la vivienda que daba al patio estaba ocupada por los Christofi. Como continuaba mirando por encima de la valla, John Young pudo ver a Styllou salir al patio por el ventanal y agacharse para atizar el fuego. John se volvió a casa tranquilizado por la creencia de que la vieja señora Christofi estaba quemando basura y no había por lo tanto peligro de incendio.
Una hora después, Styllou Christofi salió corriendo a la calle gritando y agitando los brazos. Un tal señor Burstoff, que llevaba a su mujer a casa después de cerrar su restaurante, tuvo que frenar de golpe para no atropellar a la mujer. En un inglés difícilmente comprensible chillaba: “¡Venga, por favor! ¡Fuego ardiendo! ¡Niños durmiendo!” Los Burstoff salieron del coche apresuradamente e intentaron calmar a la mujer acompañándola a cruzar la verja y atravesar el patio. Cuando entraron en la casa ya no salían llamas del rescoldo humeante. Sin embargo, el señor Burstoff no se hacía muchas ilusiones sobre el cuerpo achicharrado, semejante a un maniquí abandonado. Encontró el teléfono y llamó a la policía. Llegaron a la casa al mismo tiempo que el fatigado Stavros regresaba del trabajo. Las primeras informaciones de la prensa, aparecidas el viernes 30 de julio, describían cómo la anciana señora Christofi había descubierto el cuerpo de su nuera. Erróneamente atribuían a Styllou la edad de setenta años. “¡Tragedia Griega!”, cabeceaban los diarios. Averiguaron también que un vecino ciego de setenta y cinco años aseguraba que en una ocasión oyó a dos individuos hablando en voz baja en el jardín de los Christofi a eso de la medianoche. Pero ese mismo día, la policía acusó a Styllou Christofi del asesinato de su nuera, Hella Christofi, de treinta y seis años. Tuvieron que repetir la acusación en griego. A través de un intérprete, la mujer dio una entrecortada explicación del olor a gasolina que invadía el patio y el interior de la casa. “Yo no usé ningún petróleo, pero unos días antes se derramó un poco por el suelo. Yo no hice caso. Seguramente al pisarlo se extendió el olor. No sé nada más sobre esta historia”, afirmó. La autopsia demostró que Hella Christofi había sufrido una feroz agresión. No sólo tenía fracturado el cráneo a causa de un golpe brutal con un objeto pesado, sino que la infortunada joven había fallecido por asfixia, estrangulada. Las quemaduras del cuerpo habían sido producidas después de su muerte como resultado del intento burdo, aunque calculado, por incinerarla para hacer desaparecer las huellas del crimen. Los periódicos cabecearon ahora: "¡La Suegra Asesina!".
El juicio comenzó el 25 de octubre de 1954 en el Tribunal Criminal de Londres. Cuando le leyeron los cargos, Styllou Christofi sacudió enérgicamente la cabeza al tiempo que exclamaba: “¡No!” Fue una de sus escasas declaraciones en inglés. Su abogado la amplió, alegando: “Me declaro inocente y me reservo mi defensa”. Un alegato inicial de locura podría haber solucionado rápidamente el caso. La exposición de su pasado de violencia en Chipre, la muerte sádica de su suegra, el relato comprobado de sus explosiones de cólera en el piso de Hampstead, así como su truculento carácter “de extranjera”, habrían sido factores decisivos. Sin embargo, Styllou reaccionó agraviada ante la simple mención de una enfermedad mental. “Soy una pobre mujer sin educación, pero no estoy loca. Jamás, jamás, jamás”. La versión de los sucesos de aquella noche fatal del 28 de julio que el defensor presentó al tribunal sonaba muy falsa. Styllou declaró que se había ido a la cama antes que su nuera, que aún estaba lavándose. La despertó el olor del humo, se levantó y vio abierta la puerta de la calle. Entonces fue a buscar a Hella, pero no estaba en su cuarto. Se precipitó escaleras abajo y, a través de la puerta de la cocina, vio fuego en el patio. El cuerpo de su nuera yacía entre las llamas con el rostro cubierto de sangre. Styllou declaró que intentó reavivar a Hella rociándola con agua. Entonces se lanzó a la calle y detuvo el coche de los Burstoff. La acusada insistió obstinadamente en su increíble historia durante todo el juicio, a pesar de que todas las pruebas actuaban en su contra. Durante la investigación preliminar, el director del Laboratorio de la Policía Metropolitana de Scotland Yard declaró que había huellas patentes de los intentos de limpiar grandes manchas de sangre en la cocina de la vivienda. Las patas de la mesa y el linóleo del suelo mostraban rastros de sangre humana, aunque habían tratado de hacerlas desaparecer.
El segundo día del juicio propiamente dicho, en octubre de 1954, el jurado en pleno, a petición del abogado de la defensa, se trasladó en autobús a Hampstead para visitar la escena del crimen durante la noche. Sin embargo, este intento destinado a contradecir la declaración de John Young no obtuvo resultado. Las pruebas materiales, especialmente el anillo de boda de Hella escondido debajo de un adorno del dormitorio de Styllou, pusieron en un aprieto a la defensa cuando la acusación expuso su versión de los hechos acaecidos en aquella fatídica noche del 28 de julio. Styllou declaró que el anillo de bodas lo había encontrado en la escalera y lo había guardado creyendo que era un arillo de cortina. Durante el juicio, su hijo Stavros, a preguntas de la acusación, manifestó que el anillo le quedaba muy ajustado a su esposa y que no se le podía haber deslizado del dedo accidentalmente. El 29 de octubre, exactamente a los cuatro días de iniciarse el juicio, el jurado se retiró a deliberar. Al cabo de dos horas emitió su veredicto, según el cual declaraba a Styllou Christofi culpable del asesinato de su nuera Hella. Fue sentenciada a morir en la horca. El 30 de noviembre el Tribunal de Apelación de lo Penal denegó el recurso contra la sentencia. En el último momento, un grupo de miembros antihorca del Parlamento intentaron convencer al Ministerio del Interior para que impidiera la ejecución, basándose en la enfermedad mental de la acusada. Este intento fracasó.
El miércoles 15 de diciembre de 1954, Styllou Christofi murió ahorcada en la prisión de Holloway. Christofi fue la primera mujer ejecutada en Gran Bretaña en treinta años. Fue también la penúltima, sucedida por Ruth Ellis, ejecutada seis meses después. Por una siniestra casualidad, Ruth Ellis mató a su amante en la misma calle de Hampstead donde Styllou Christofi asesinó a su nuera. Las pruebas del caso Christofi indicaban que el acto había sido cometido espontáneamente, sin que mediara un plan previamente estudiado. El arma asesina era el primer instrumento al alcance de la mano de Styllou en el momento en que se le presentó la oportunidad del crimen. Las huellas de sangre halladas en el pesado recogedor de hierro que usaban para sacar la ceniza de la estufa probaron que fue el arma del crimen. Se suponía que la víctima llevaba puesto al cuello el pañuelo empleado para estrangularla. Los métodos que empleó Christofi para ocultar sus huellas rozaban el límite de la estupidez. La agresión inicial había dejado la cocina cubierta con la sangre de Hella. Los intentos de fregarla resultaron infructuosos; la investigación policial descubrió rastros de sangre en las patas de la mesa de la cocina y el linóleo. Styllou tuvo que cortar el pañuelo con el que había estrangulado a Hella, pero lo dejó a la vista. Y fue patético su fallido intento de ocultar las consecuencias de su crimen tratando de quemar el cuerpo de su nuera. Styllou regó el lugar con petróleo. El olor invadía toda la casa, el mismo olor a cera que detectó John Young, el primer testigo. La prueba del anillo de boda tan torpemente escondido se añadía a las demás y apuntaba a un crimen cometido impulsivamente. Este dato podía ser el fundamento de un alegato de locura, pero el extraviado orgullo campesino de la acusada negándose a presentarlo fue la causa de su última y fatal actuación. Las abrumadoras pruebas de culpabilidad presentadas en el juicio le aseguraron un lugar en la historia como la última, aunque no la única, mujer ahorcada en Inglaterra.
En el juicio y ejecución de Styllou Christofi hubo dos asuntos políticos que pudieron influir en el resultado. El primero fue su nacionalidad: era chipriota y el Caso Christofi coincidió con el comienzo de un resurgimiento del nacionalismo en Chipre que rápidamente condujo a una sangrienta guerra civil, a la intervención de las tropas británicas y, por último, a la independencia de la isla. Al tiempo que se acercaba el final del mandato de Winston Churchill, los días de poder del imperio estaban contados. La década siguiente sería testigo de su hundimiento y el alzamiento chipriota de 1950 fue el aviso de la tormenta que se avecinaba. Durante la vista preliminar del caso Christofi, los grecochipriotas emprendieron violentas acciones en contra del poderío colonial, luchando por la Enosis, la unión con Grecia.
El día 28 de agosto, The Times informaba que un grupo de oficiales griegos del destacamento de tierra se dirigía a Atenas llevando dos frascos llenos de su propia sangre, como demostración de que estaban dispuestos a dar sus vidas, si era necesario, por la liberación de Chipre. Después de un triunfal recibimiento en Atenas, los oficiales manifestantes donaron uno de los frascos de sangre a la iglesia de Chipre y el otro se lo enviaron a Winston Churchill. Esos acontecimientos podrían no haber afectado directamente al caso, pero sí impidieron los intentos de un grupo de parlamentarios laboristas por crear un ambiente de comprensión a favor de Styllou. El grupo laborista que se oponía a la horca solamente conseguía publicidad cuando iba a llevarse a cabo una ejecución. Los argumentos conmovedores eran eficaces, pero en el caso de Styllou Christofi el personaje resultaba profundamente antipático al público. No sólo era claramente culpable de un asesinato salvaje, sino que aparecía como el estereotipo de la primitiva isleña grecochipriota, desagradecida a los favores de la civilización colonial e indigna de clemencia.
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