¿Cuándo
Cristina Soledad Sánchez Esquivel subió al auto de Héctor Manuel la tarde del 4
de junio, aún no era conocida como La Matataxistas, pero ya era una asesina
consumada. Pocos sabían que en un pozo de agua ubicado en El Cerro del Fraile,
muy cerca de García, Nuevo León, sumergía cadáveres a casi trescientos metros
de profundidad.
“No
me importa que tengas familia, también la vamos a matar y a echar al pozo”,
contó las sentencias de muerte Aarón Herrera Pérez, El Azteca, amigo y cómplice
de a quien en su juventud conoció como La Plomera, muchos años antes de ser lo
que es ahora y después de que la Dirección Estatal de Investigaciones lo
capturara tras la denuncia de Ezequiel Herrera Nájera, su padre.
De
hecho, los investigadores de Coahuila y Nuevo León tampoco sabían que Cristina
Soledad lideraba una banda de matones. Ni que había asesinado al menos a cinco
hombres con características similares, entre ellos a su amante. Tiempo después,
tras las sombras de su detención, confesaría que fue ultrajada y vejada en
múltiples ocasiones. De ahí su odio.
“¿Crees
en Dios? La libraste de milagro. Se está lamentando de no haberte matado”,
habría de confiar un policía investigador a Héctor Manuel Nerio Balderas,
mientras rendía su declaración en la Procuraduría General de Justicia del
estado de Nuevo León la madrugada del 5 de junio, cansado y hambriento tras la
batalla.
A
esa hora los rotativos estaban cocinando la historia de esa mujer robusta,
morena y de 31 años que abordaba taxistas: apuñalaba o disparaba en parajes de
la carretera a Icamole para vender sus autos en 20 mil pesos.
Héctor
Manuel, de 60 años, originario de Charcas, San Luis Potosí, dijo sentir que se
le iba el aire cuando escuchó: “Usted acaba de nacer. Ya confesó que mató a
cuatro”. La mano y el cuello sangraban moderadamente a causa de un navajazo.
“Tengo
un mes y siete días de nacido”, respiró hondo al momento de subir el primer
pasaje desde aquel ataque.
El
destino sería precisamente el lugar donde iba a ser su tumba.
Y
es que Cristina Soledad se paró en la acera de Periférico Luis Echeverría
Álvarez, justo afuera de la central de autobuses de Saltillo, poco antes de las
cuatro de la tarde. En la mano traía un boleto de autobús: su gesto serio, seño
fruncido.
Pese
a que varios taxistas sonaron sus claxon, ella observó, al menos así piensa
Héctor Manuel, al hombre con el perfil de victimario:
“Casi
todos son de mi edad, nada más ese otro pobre muchacho de Saltillo que mató”,
refiriéndose a Omar Pérez Velásquez, de 31 años, avecindado en la colonia
Privadas La Torre, a quien sus familiares reportaron como desaparecido el 28 de
mayo ante la Fiscalía General del estado de Coahuila. Hallado finalmente en ese
pozo, oscuramente muerto y en estado de descomposición.
—¿Cuánto
cobra a García, Nuevo León? Es que se fue mi camión–, dijo enseñando un boleto.
—Quinientos
pesos, si lleva equipaje cobro más.
Cristina
Soledad negó con la cabeza, subió a la parte trasera del Nissan Tsuru. Tomó
asiento del lado izquierdo. El calor era insoportable, sofocaba, sobre todo por
los 130 kilómetros que duró el silencio de la pasajera durante el trayecto,
únicamente fragmentado por el nerviosismo de la mujer al ver dos patrullas de
la Policía Federal en el entronque de la carretera libre a Laredo.
Ella
habló hasta entrar a García. Comentó que posiblemente la esperarían unos
familiares; después que si la llevaba a un lugar conocido como Los Arcos de
Icamole, ubicado en el kilómetro 12, cerca del poblado Cerritos y del rancho El
Lagartijo.
—Hasta
aquí no entro, no meto el carro a terracería”—, rompió Héctor Manuel al ver un
camino de tierra bordeado por un monte inmenso, sólo escuchaba el rugir de los
transformadores de energía confundiéndose con las chicharras.
—Nada
más hasta la lomita, me están esperando. Ya para que no se queje voy por el
dinero, por ahí vivo.
Héctor
Manuel aflojó los músculos, pensó: “Aquí la espero”.
Pero
Cristina Soledad brincó hacia el lado izquierdo del auto, con la mano derecha
lanzó un navajazo y con la izquierda sujetó al taxista por el cuello girando su
rostro. Intentó reaccionar; el cinturón de seguridad lo amarró. Ella gritó:
“Hasta aquí llegaste, hijo de tu chingada madre, tanto veniste chingando que te
va a cargar”.
“¿Ha
escuchado usted la puerta de una bisagra cuando rechina? Así se oyó mi cuello
cuando me jaló”, recordó Héctor Manuel Nerio, porque a causa del jalón el lado
izquierdo del cuerpo se le durmió.
Cristina
Soledad bufaba de coraje, como bestia: “Ahí viene mi comando ¿No viste que
agarré el celular?”. Estaba fuera de esta realidad, pidió que su víctima bajara
despacio del carro para no mancharlo de sangre. Él comentó que iba a poner el
freno de mano, cuando tomó la palanca sintió la viscosidad tibia a causa de la
herida que le afectó tres dedos.
Héctor
Manuel apagó la marcha, dejó de sentir la opresión. Con sus manos tomó la
pierna dormida; bajó del carro. Ella estaba detrás, aleccionó: “¿Ves la lomita?
Vas a caminar derecho por el camino, papacito. Nada que agarras piedras o
corres”.
A
lo lejos observaba cuerpos, escuchaba voces de hombres. Caminó unos metros; los
músculos fueron aflojando. Y corrió en medio del monte recibiendo las punzadas
de la lechuguilla en sus tobillos. En su carrera tomó un leño picudo dispuesto
a herir a quien se cruzara en la carrera.
Finalmente,
llegó al rancho El Lagartijo. Pensó que posiblemente se tratase de cómplices de
Cristina Soledad Sánchez; observó a dos pequeños que lo reconfortaron por
tratarse de un lugar familiar.
Jolino,
el perro guardián del rancho, ladró. Y Rolando Castañeda, encargado del lugar,
salió en compañía de su amigo Felipe Solís para ver de qué se trataba. Rolando,
de 30 años de edad, llevó al hombre que sangraba y pedía ayuda al Depósito
Hugo, atendido por Heliodoro Aguiñaga Lara, quien vende refrescos, cervezas y
frituras.
En
el lugar estaba Manuel de la Cerda, de 60 años, hombre que durante los años
setenta fue taxista en Monterrey y quien recordó la camaradería del oficio.
Heliodoro
ofreció un trapo porque la hemorragia de Héctor Manuel había manchado el piso;
él se negó pidiendo pronta ayuda telefónica a la Policía Municipal de García,
quienes tardaron aproximadamente 10 minutos en llegar.
En
su desesperación sangrante, Héctor Manuel dijo que escuchó cuando su atacante
encendió el motor del auto. Y que posiblemente podía encontrar alguna
identificación en el lugar de los hechos, a pocos metros de ahí.
Rolando,
Felipe, Heliodoro y Manuel fueron a buscar, mientras Héctor Manuel interceptó a
los oficiales de la Policía Municipal para explicarles, en pocas palabras, que
no necesitaba atención médica, sino capturar a quien minutos antes lo había
atacado. Fue condenada a 195 años y 11 meses de cárcel por un juez del
municipio de San Pedro Garza García, tras dos años de diligencias.
En
2010, Sánchez Esquivel, de 35 años, fue señalada como la autora intelectual y
material de cinco crímenes contra taxistas, a quienes privaba de la vida para
robarlos junto a varios de sus cómplices.
Como
Aarón Herrera Pérez, "El Azteca", de 27 años, a quien se le impuso
una pena de 152 años y 4 meses de cárcel.
Pero
aun con la pena establecida, los dos delincuentes pasarán sólo 60 años de
cárcel porque es la pena máxima que la ley establece en el Estado.
Cabe
recordar que “La Matataxistas” fue detenida luego de intentar asaltar a Manuel
Neri Balderas, un ecotaxista de Saltillo, a quien pretendía asesinar con un
cuchillo cortándole el cuello.
Pero
el hombre, de 31 años de edad, forcejeó con la delincuente y sus cómplices,
quien fue visto por un conductor que llamó a la policía de García, quienes
detuvieron sólo a la mujer.
Tras
las investigaciones, se descubrió que cinco ecotaxistas fueron tirados en un
pozo de Agua y Drenaje en la zona de Icamole, a donde la mujer guiaba a sus
víctimas.
La
jefa de la banda, es responsable de la muerte de cinco taxistas, del robo con
violencia, de violación a las leyes de inhumación y exhumación, y agrupación
delictuosa.
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