María
Teresa Landa Ríos nació el 15 de octubre de 1910 en Tlalpan, en la Ciudad de
México (México). De clase media, siempre fue independiente e inclinada al
estudio. En aquellos días la sociedad mexicana seguía viendo a la mujer como
guardiana del hogar y las buenas costumbres. De ellas se esperaba sumisión,
lealtad y que se alejaran de tendencias extranjeras raras como el feminismo,
del que María Teresa era partidaria, el cual no sólo promovía la igualdad de
derechos, incitando a la mujer a trabajar fuera de casa, sino que le pedía al
hombre participar en las labores del hogar. Rafael de Landa, el padre, tenía
lecherías, un negocio venturoso en la ciudad que para entonces contaba con
alrededor de un millón de habitantes. La madre, Débora Ríos, era ama de casa.
La familia vivía en la calle de Correo Mayor, en una discreta casa con un balcón
que se convertiría en el lugar propicio para que la chica recibiera serenatas.
El padre quería que María Teresa fuera monja, pero ella se negó.
La
chica amaba la lectura, pasión que la acompañaría toda la vida. Estudió la
secundaria en la Escuela Central, en San Cosme, y después acudió a la Escuela
Normal de Maestros, donde se sensibilizó por la importancia del magisterio, el
cual ejerció hasta su muerte. Después entró a la Escuela de Odontología de la
Universidad Nacional, donde "mi mayor anhelo era buscarme una situación
independiente, pero una independencia absoluta en todos los órdenes: económica
y espiritual, de tal suerte que nunca hubiera tolerado sujetarme a las formas
ridículas del noviazgo". María Teresa era alta y esbelta, de piel “más
blanca que la leche, con dos enormes y hermosos ojos oscuros enmarcados en
evidentes ojeras que atravesaban el alma. Tenía una belleza inquietante y nunca
pasaba desapercibida, pero sobre todo era poseedora de las más preciadas
afectaciones de la época: palidez rotunda y un indispensable dejo de tristeza.
Siempre fui una chica triste", dijo alguna vez.
El
general Moisés Vidal Corro era un militar curtido en la Revolución Mexicana. No
eran pocas las batallas que había librado, sobre todo en la tierra caliente que
tanto conocía por haber nacido en Cosamaloapan, Veracruz, en 1893. De carácter
fuerte, su opinión era clara: la mujer en su casa. Así lo vio María Teresa
Herrejón, una mujer originaria del mismo pueblo, cuando se casó con él en 1924.
Tuvieron dos hijas. Una vez reubicado en la Ciudad de México, al general se le
borró de la mente su familia, dejando incluso de enviarles dinero. Una tarde,
acompañó a un amigo al funeral de un familiar, a quien el militar no conocía.
Se había mostrado renuente a hacerlo, pero era un día soleado de marzo y
finalmente accedió.
No sospechaba que aquel favor cambiaría su vida para
siempre. El velorio fue en la calle Correo Mayor nº 119, donde Vidal quedó
impresionado al ver a aquella hermosura diecisiete años menor que él. La abordó
apenas tuvo oportunidad, conversaron. Él no sabía nada de la obra de Honoré de
Balzac o acerca de la Ilustración, menos de la difunta, doña Asunción Tamayo,
la entrañable abuela de la niña. Pese a ello, se sintió subyugado. "Moisés
era un individuo que sin ser alto, no parecía bajo de cuerpo; sus facciones no
eran burdas, su boca finamente recortada y el color tostado de su cara me
agradaron. Un caballero, pero sin cultivo en su educación”.
A la semana del
velorio, las visitas del militar comenzaron a volverse frecuentes. Los padres
reprobaron la relación, no sólo por la marcada diferencia de edades y la
discrepancia de clase, sino porque para ellos era un hombre vulgar, que le
cortaría las alas a su hija. Pero Vidal era obstinado y seductor, hasta que consiguió
lo que buscaba: María Teresa estaba enamorada. Ella intentaba amoldarse a su
carácter, y él, para corresponderle, se quedaba hasta las tres de la madrugada
al pie de la ventana de su novia. También le demostraba su amor escribiéndole
deficientes poemas. Eran de calidad mediocre, pero expresaban la pasión que la
joven despertaba en el militar. Como era obvio, jamás le dijo que estaba casado
y que tenía dos hijos.
El
28 de abril de 1928, el periódico Excélsior abrió una convocatoria para un
certamen de belleza cuya ganadora representaría a México en Galveston, Texas
(Estados Unidos). Los amigos universitarios de María Teresa querían que
concursara, pero ella se negó. La sorpresa vino cuando su fotografía apareció
en primera plana: sus compañeros habían mandado la foto a escondidas.
El
periódico invitó a las concursantes a una sesión de fotos y entrevista en el
balneario "Jardines Esther" María Teresa no sólo aceptó la
invitación, sino que posó en traje de baño. "No encontraba aquello
inmoral, porque entonces numerosas señoritas y aún señoras hacían a un lado los
prejuicios”. A la semana siguiente los amigos volvieron a aparecer, esta vez
felices. María Teresa había ganado: era “Miss México”. Su padre, al enterarse y
ver las fotos, le dejó de hablar; su madre sufrió en silencio y al general
Vidal no había quien lo calmase.
Comenzó
así el ajetreo que conllevaba ser reina de belleza: de la mañana a la noche
había desayunos, comidas, cenas, fiestas, tés, visitas al modista, entrevistas
y sesiones fotográficas. Después de todo, se trataba de la oportunidad de
representar a México en Estados Unidos, lo que hasta el general, aún a
regañadientes, vio como patriótico.
El
29 de mayo de 1928 partió la comitiva. María Teresa no ganó el concurso, pero
luego del evento recibió muchas ofertas de trabajo, como el contrato que le
ofreció una compañía de cine por trescientos dólares a la semana. Ella lo
rechazó. "Moisés me exigió juramento de que regresaría al país para
casarme con él... y yo se lo cumplí".
Para
entonces, los celos enloquecían a Vidal. A María Teresa todo el día la
abordaban periodistas, fotógrafos y galanes furtivos. Sin embargo, el general
aprovechó el vértigo de la situación para adecuarse a las necesidades de la
nueva diva; y sin quererlo, María Teresa se hizo dependiente de la compañía y
los halagos de Moisés. El 22 de septiembre de 1928, se casaron sin el
consentimiento de los padres y a escondidas. En el juzgado se presentaron
identificaciones falsas (ella era menor de edad) y testigos comprados; la prisa
del general por hacerla suya era tal que ni siquiera dejó terminar al juez.
María Teresa, sin familia ni amigos que la acompañaran en tan especial fecha,
vestía "una faldita beige, sweater del mismo color. Al firmar estaba yo
casada: todo mi albedrío estaba en sus manos". Los padres, impotentes,
cedieron y sólo se calmaron cuando el general aceptó casarse por la Iglesia el
1 de octubre. El padre de María Teresa le dijo a un amigo: “Que Dios nos ayude.
Se están casando Venus y Marte”.
Después
vinieron tiempos de notoria pasión entre ellos. Al poco tiempo, los cónyuges
viajaron a Veracruz, donde el general Vidal debía combatir el movimiento de
José Gonzalo Escobar. Un hermano del general, que era sacerdote, volvió a
bendecir la unión y se congratuló de que Moisés se casara con "la mujer
ideal". En julio de 1929 Vidal recibió la orden de regresar a la ciudad de
México. Los esposos se alegraron. La pareja instaló el domicilio conyugal en
casa de los padres de María Teresa. Hombre celoso, Moisés aseguraba así que
cuando él saliera, ella no se quedase sola. Ejercitante de sus prejuicios y sus
obsesiones, Vidal le prohibió terminantemente a su mujer que hojeara el
periódico. “Una señora decente no tenía por qué enterarse de los crímenes y
demás indecencias que llenan las páginas de los diarios”, afirmaba. María
Teresa no quería pelear respondiendo que no aceptaba la orden y acató la
prohibición de dientes para fuera. Era una mujer curiosa del mundo y leía los
periódicos a escondidas.
Pero,
sin saberlo, alguien que los había visto juntos en Veracruz fue a avisarle de
la situación a la primera esposa del general, quien montó en cólera y decidió
tomar acciones contra su infiel cónyuge. La mujer recurrió a un abogado y
demandó a su esposo. Demandado, Vidal buscó a su consorte. El viernes 23 de
agosto le pidió perdón, le ofreció el pago de una pensión, le suplicó que
retirara los cargos y la convenció de que aceptara el divorcio voluntario. Le
prometió que al día siguiente iría a ver a sus hijas, a quienes llevaría caramelos
y chocolates. La visita prometida no llegó ni el sábado 24. El domingo 25 de
agosto de 1929, los padres de María Teresa salieron muy temprano: su madre de
compras al mercado de La Merced y su padre a atender la lechería de su
propiedad.
Al levantarse, Moisés Vidal llevó a la sala un libro, una cajetilla
de cigarrillos y su pistola Smith & Wesson que tenía cacha de concha. Puso
el arma sobre una mesita y se puso a leer los periódicos. María Teresa se
levantó media hora después que su esposo. Mientras bebía una taza de chocolate,
enfundada en una bata de seda azul, le dijo a su esposo, quien leía
distraídamente: "Pasé mala noche". Luego, "sin un asomo de
desconfianza, y como por vía de entretenimiento, tomé el ejemplar de La Prensa,
diario que todas la mañanas examinaba, aunque rápidamente, para enterarme de lo
más sobresaliente". Fue cuando leyó un titular que le espantó la modorra:
"Miss México a las puertas de la cárcel". La nota los acusaba de
adulterio, pues el general seguía casado con la mujer de Veracruz que además se
llamaba como ella: "María Teresa Herrejón de Vidal ha presentado ante el
Ministerio Público una acusación en contra de su marido, el general Moisés
Vidal Corro, por el delito de bigamia, solicitando la detención del acusado",
celebraba la nota.
María
Teresa lo enfrentó. El general no respondía nada. En ese momento regresó la
madre del mercado y escuchó el pleito conyugal. Ante el silencio, María Teresa
ya no pudo más: "Fuera de mí, cegada por una onda roja, y ensordecidos mis
oídos, sólo acerté a descubrir sobre la mesilla de centro aquella pistola con
la que tantas veces le viera tirar. Como autómata la tomé en mis manos y
enérgica le dije: ‘¡No puedo resistir más, yo me mato!’" María Teresa se
apuntó a la sien. Asustado, su marido intentó incorporarse del sillón. “¡No te
me acerques porque te disparo!”, rugió María Teresa. “¡Por favor, mi vida,
deja esa pistola!”, le imploró Vidal. Trató de detenerla; ella se sintió
amenazada y giró la Smith & Wesson calibre .44 hacia él. Celosa, iracunda,
furiosa, le disparó al general. Seis balazos penetraron en su cuerpo; cuando
las balas de acabaron, María Teresa se dio cuenta de lo que había hecho.
Entonces intentó darse un tiro, pero no había balas ya. El cuerpo de Vidal
sangraba profusamente. María Teresa se arrodilló ante ese cuerpo que amaba a
pesar de todo, abrazó a su amado y lo besó. Su bata se tiñó de rojo. Ahora era
el padre de la asesina el que llegaba a la casa. Su esposa lloraba a gritos. Su
yerno yacía sangrante. Se horrorizó al percatarse del orificio en el pómulo del
general. Su hija, con una prenda azul y roja cubriéndole el hermosísimo cuerpo,
arrodillada ante el hombre, gritaba enloquecida: “¡Perdóname, mi amor! ¿Qué he
hecho? ¡Auxilio! ¡Te amo! ¡No te mueras! ¡Por Dios, no te mueras!” Todavía
intentaron padre e hija llegar a un hospital para salvar al general. Pero ya
estaba muerto.
El
escándalo no se hizo esperar. No sólo porque se veía mal que una mujer le diera
de balazos al marido, sino porque se trataba de un general revolucionario y
además lo había matado la mujer más bella del país, la que representó a México
en suelo estadounidense. Tras pasar por el Ministerio Público, con un
interrogatorio a cargo del abogado Pelayo Talamantes, María Teresa, de tan sólo
diecinueve años, fue trasladada a las mazmorras del inmueble que en tiempos del
virreinato fuera el convento de Belén, dedicado originalmente a recolectar
"arrepentidas del sacerdocio sexual", pero que desde 1863 funcionaba
como la Cárcel Pública General.
La
cárcel de Belén era un gigantesco caldo de insalubridad donde vivían hacinados
homicidas, ladrones, violadores y presos políticos. "No había camas ni
catres, se dormía en el suelo o sobre cartones o petates que les procuraban sus
familiares; andaban en harapos, semidesnudos, pues la prisión no dotaba de
vestimenta. La alimentación era miserable y si los presos no tenían trasto para
recibir comida, ésta les era arrojada sobre el sombrero”.
Pese
a su arranque de ira, para cuando se cerraron las puertas de la cárcel, a María
Teresa lo que menos le importaba era su destino; había asesinado al amor de su
vida y seguía sin explicarse por qué. La psicóloga Rebeca Monroy señalaría que
el proceso de María Teresa Landa era único en la medida en que su delito partió
del honor ofendido, y no necesariamente por maltrato físico, psicológico o
condiciones de miseria.
Los
periódicos anunciaban: “¡EXTRA! ¡EXTRA! ¡CONOZCA A LA AUTOVIUDA!” Mientras
tanto, ella declaraba: "En nada encuentro consuelo. Este malestar habré de
pasarlo toda mi vida. En la prisión o con libertad será lo mismo".
A
finales de noviembre, María Teresa recibió a su abogado defensor, el licenciado
José María Lozano, apodado “El Príncipe de la Palabra" por su elocuente
desenvoltura ante el jurado.
El
15 de diciembre de 1929, medio millón de personas siguieron el juicio por la
radio. Se colocaron transmisores en la calle de Humboldt y en Avenida Juárez
para que los transeúntes lo escucharan. La aglomeración en las calles aledañas
a la cárcel era enorme, y entre el dramatismo del evento, los vendedores de
comida abundaban.
En
esa época, en México los delitos se juzgaban mediante procesos en los que
participaban jurados populares; el inculpado tenía la garantía de que sería
enjuiciado "breve y públicamente por un jurado imparcial, compuesto de
vecinos honrados”.
Este
sistema funcionaba así: en el mes de enero de cada año, se publicaba una lista
con dos mil nombres de personas aptas para el ejercicio. De ahí se sacaban
treinta para cada juicio y tanto el reo como el abogado defensor tenían derecho
a rechazar seis nombres por cada parte de los designados al azar, hasta
conformar un jurado definitivo de nueve personas y tres suplentes.
Sin
embargo, los juicios abiertos al público se fueron convirtiendo en espectáculos
de tipo circense, con oratoria leguleya que influía en la decisión del jurado.
Con el tiempo, los juicios por jurado fueron descartados. El caso de María
Teresa Landa “Miss México” fue el último proceso con un jurado popular en
México.
Cuando
llegó el momento del juicio a “Miss México”, la sala estaba a reventar. Hacía
un calor sofocante entre olores a sudor, perfume y comida que la gente había
llevado por si aquello se alargaba. Desde que María Teresa entró vestida de
luto, con su hermosura conmovedora aunque desencajada, el jurado se rindió a
sus pies.
El
juicio duró solamente un día y nadie se movió. El fiscal la llamaba
"asesina" y pedía no dejarse deslumbrar por la belleza de “aquella
Viuda Negra". Varios testigos aseveraron que María Teresa y el general
pasaban horas encerrados en un cuarto de la calle de Chile antes de casarse.
Entre los declarantes, una joven llamada Consuelo Flores afirmó que esos
encierros le eran remunerados a la joven por su novio.
Consciente
de que el jurado estaba fascinado por la acusada, el fiscal Luis Corona pidió,
desechando la mínima caballerosidad, que el veredicto no se viera influenciado
por la seda de las medias ni por el rimel de las pestañas de la beldad. No
había duda: esa asesina, como la llamó sin piedad, era culpable. Además, el
acusador ilustró “la indecencia de la acusada, una mujer sin entrañas
equiparable a Lucrecia, Cleopatra y Salomé” mostrando tres fotografías: en la
primera, María Teresa aparecía recostada en una cama, con el pecho descubierto,
fumando sensualmente; en la segunda, un gatito se aproxima a la fumadora, y en
la tercera, el felino, hechizado, se recostaba entre los blancos pechos.
En
otra foto, aparecía totalmente desnuda, de pie y recargada en un árbol. Todavía
más: el representante del Ministerio Público mencionó, exagerando, que la
uxoricida “se había exhibido desnuda” en el concurso de belleza, y remató su
actuación leyendo una carta en la que una compañera de estudios de la Escuela
de Odontología se dirigía a la procesada "con palabras de hombre",
celebrando "el gozo de sus besos". Un rumor recorrió la sala.
Lozano,
el abogado defensor, llamó a declarar a un testigo clave: el autor teatral
Teodocio Montalbán. Este contó que preparaba una obra sobre el caso, para lo
cual se había allegado datos interesantes. Al entrevistarla, la testigo
Consuelo Flores le reveló que había declarado contra la acusada a petición de
los hermanos del general y motivada por los celos, pues María Teresa le
arrebató el amor de Moisés Vidal: las citas amorosas de la calle de Chile eran
una mentira. Un clamor cimbró la sala. El fiscal pidió que se desestimara la
declaración, pues el testigo no sólo era adicto a la cocaína sino, lo peor,
familiar de la desvergonzada tiple Celia Montalbán. El acusador arremetió
contra la inmoralidad de la asesina y solicitó la condena a la pena capital.
Llegó
el turno final de Lozano, el elocuente defensor que en un discurso que duró
cinco horas, según mencionó un periódico de la época, "elogió la
civilización occidental, en especial la cultura francesa; rememoró crímenes
célebres, sobre todo pasionales; se refirió autoelogiosamente a su militancia
huertista y a su próxima jubilación, y aterrizó caracterizando a su defendida
como la víctima que disparó, en defensa de sus ilusiones, contra quien le
infligió deshonor y duelo, movida por una fuerza moral irresistible ante el
temor fundado de un mal inminente”.
Al
final del día, María Teresa tomó la palabra y con el corazón en la mano dijo:
"El jurado sabrá comprender cómo los imperativos de mi destino me llevaron
al arrebato de locura en que destruí, con el hombre a quien amaba con delirio,
mi felicidad". Esas palabras bastaron. La gente rompió en estrepitoso
aplauso y el jurado la absolvió de inmediato. La lectura del fallo fue recibida
por una ovación sin fin.
La
absuelta fue sacada de la sala en hombros, vitoreada por la multitud. El
asesinato cometido se interpretó por la prensa, el público y los jueces no sólo
como un merecido castigo contra la bigamia que la había deshonrado, sino como
una reprobación pública contra las costumbres inmorales de las elites políticas
y militares. Cuando le preguntaron si estaba arrepentida, replicó: “¡Quién
sabe! Prefiero cultivar con sublime amor el recuerdo de Moisés ya muerto, que
haberle odiado en vida por destrozarme lo más caro en todo ser humano... ¡el
corazón!"
María
Teresa Landa sobrevivió a su esposo 63 años. Nunca volvió a casarse. Ejerció
como profesora de Historia en la Preparatoria Uno hasta su muerte, acaecida el
4 de marzo de 1992 en una casa de la colonia San Rafael, en la Ciudad de
México. Uno de sus alumnos fue Octavio Paz, escritor y Premio Nobel. Otros
fueron los periodistas Jacobo Zabludovsky y Luis de la Barreda Solórzano.
Este
último escribió: “¡Ah, la maestra María Teresa Landa, la incomparable maestra
María Teresa Landa! Entonces yo no sabía nada de la historia que casi cuarenta
años antes le había tocado protagonizar. Ella era para mí la gran profesora de
Historia Universal.
No la veía más que así, y eso era suficiente para que me
tuviera alelado. Era un privilegio ser su alumno. Yo ni siquiera me había
preguntado por su estado civil ni acerca de su pasado (…) (Un día) estábamos en
su casa. Conversábamos de mujeres destacadas de vidas difíciles y lugares
prominentes en la historia. El tema nos apasionaba. Mi bombardeo de preguntas
recibía respuestas que eran piezas narrativas o ensayísticas de arte mayor. En
un momento le dije que cómo podía saber tanto. Sonrió un instante antes de
ponerse seria, dar un trago a su whisky y mirarme a los ojos abismalmente:
‘¿Sabe, De la Barreda? Hay algo en mi vida que ni usted ni sus compañeros de
clase se imaginan. ¿Quiere oírlo?’
Tomado de Escrito con sangre
Tomado de Escrito con sangre
Excelente Profesora de Prepa #1 San Ildefonso.... que en su Gloria este!!
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