Delfina,
María de Jesús, Carmen y Eva Valenzuela nacieron en San Francisco del Rincón,
Guanajuato y en El Salto, Jalisco (México), hijas de Isidro Torres y Bernardina
Valenzuela. Su padre fue parte de Los Rurales, el cuerpo policíaco utilizado
por Porfirio Díaz para atrapar a los asaltantes de caminos. Era común que
ejecutara a los delincuentes que apresaba, tal y como marcaban las reglas de la
organización. Sin embargo, quiso abusar de su rango y mató a un hombre inocente
con el que tenía problemas. Isidro Torres y su familia tuvieron que huir y
comenzar de nuevo sus vidas en el pueblo de El Salto, en el estado de Jalisco.
Allí, Torres se convirtió en arriero. Sus hijas tuvieron que prescindir del
apellido paterno, por temor a las represalias de los enemigos de su progenitor.
Cuando
sus padres murieron y le dejaron una pequeña herencia, Delfina Valenzuela
decidió iniciar un negocio seguro. Le tenía horror a la pobreza, así que
instaló una cantina en su pueblo natal. Junto a los tragos, vendía los
servicios de jóvenes prostitutas. El lugar tuvo mucho éxito, así que Delfina
decidió abrir una sucursal en Lagos de Moreno, Jalisco. Era una especie de
motel, donde rentaba cuartos para que las parejas que así lo necesitaran
tuvieran furtivos encuentros sexuales.
A
medida que el negocio dejaba pingües ganancias, Delfina decidió gastar menos.
Obligaba a las prostitutas a su servicio a que le compraran a ella todo lo que
necesitaban: maquillajes, ropa, zapatos, inclusive alimentos. De esa manera,
parte del dinero que ellas ganaban también iba a parar a sus manos.
Delfina
le pidió ayuda a su hermana Carmen, quien había hecho algunos estudios
contables. Fue ella quien convenció a Delfina de abandonar la clandestinidad y
convertir aquel lugar en un sitio legalmente establecido. Carmen tramitó los
permisos necesarios, comenzó a pagar impuestos y un día pudieron abrir al
público el burdel más famoso de la zona: “El Guadalajara de Noche”.
Delfina
Valenzuela tenía un hijo, Ramón Torres González “El Tepo” (apócope de
“Teporocho”, nombre dado en México a un alcohólico callejero y maloliente). Le
pidió que fuera a auxiliarla con el negocio y “El Tepo” aceptó. Se encargaba de
supervisar a los jóvenes prostitutas que llegaban a prestar sus servicios a
aquel lugar, de controlar que los parroquianos y clientes del burdel no armaran
trifulcas, y de pagar algunos sobornos a las autoridades.
Con
el dinero que ganaba, “El Tepo” empezó un negocio de contrabando de automóviles
estadounidenses. Pero muchos se oponían a que aquel garito permaneciera
abierto, y un día la policía se presentó para clausurar el lugar. “El Tepo”,
envalentonado, tomó un fusil y salió a enfrentar a los agentes. Estos, sin
dudarlo, lo acribillaron. “El Tepo” murió ante la mirada de su madre, quien no
derramó una sola lágrima; a cambio, contrató a varios militares que fueron
buscando, casa por casa, a los agentes judiciales que habían matado a su hijo.
Los encontraron y los mataron. Esa fue la venganza de Delfina.
Delfina
y Carmen Valenzuela tuvieron que marcharse de aquel lugar. Regresaron al estado
de Guanajuato con el dinero que habían ahorrado. Allí se reunieron con la
tercera hermana, María de Jesús, quien también se había dedicado al lenocinio.
María
de Jesús utilizaba camiones de redilas para subir a varias prostitutas y las
enviaba a los pueblos cercanos en una especie de caravana sexual. Daban
servicio a los interesados en cuartuchos, en el campo o en cualquier lugar que
pudiera utilizarse.
Luego
se marchaban a otro sitio. De esa forma, evitaban problemas con las autoridades
municipales. Cuando sus hermanas llegaron, decidieron unir sus capitales para
levantar un negocio nuevo, que eclipsaría a todos los anteriores y cambiaría
para siempre la historia del crimen en México.
La
vida en el burdel
La
ley no castigaba la prostitución en Guanajuato, por lo que las hermanas
Valenzuela tuvieron carta blanca. María de Jesús buscó un buen local y halló
uno en León, el cual tomó de inmediato. Abrieron allí su primer burdel: “La
Barca de Oro”, en honor a una conocida y melancólica canción mexicana. Luego
inauguraron el segundo en San Francisco del Rincón y le pusieron el mismo
nombre que tenía su anterior local: “El Guadalajara de Noche”.
El
lugar que María de Jesús había conseguido, había sido antes una cantina
propiedad de un homosexual al que todos apodaban “El Poquianchis”. Así que el
sobrenombre pasó directamente a ella y después a sus hermanas. “La Barca de
Oro” fue más conocida como “el burdel de ‘Las Poquianchis’”, un apelativo que
ellas detestaban, pero que nunca pudieron quitarse.
Nuevamente,
el dinero llegaba en grandes cantidades. Pero ellas querían más. Los burdeles
siempre estaban llenos de soldados, policías, campesinos y jornaleros, que
acudían a solicitar los servicios de las prostitutas que “Las Poquianchis”
conseguían.
Pero
en 1962, las autoridades municipales de León decidieron cerrar todos los
burdeles y cantinas de la ciudad. “Las Poquianchis” vieron su negocio clausurado.
Tuvieron que quedarse solamente con “El Guadalajara de Noche”, en Lagos de
Moreno. Eva Valenzuela, la menor de las hermanas, se fue a Matamoros,
Tamaulipas, en la frontera con Estados Unidos, para poner su propio burdel: “La
Piernuda”. Le pidió a sus hermanas que no dejaran de mandarle “carne fresca”, o
sea, jovencitas para prostituirlas.
Delfina,
“La Poquianchis Mayor”, les propuso una idea a sus otras dos hermanas:
compraron un rancho llamado Loma del Ángel y lo transformaron en su centro de operaciones.
Iban a utilizarlo mucho durante los siguientes años.
Delfina
desarrolló un método de reclutamiento que dejaba mayores ganancias: acudían a
rancherías o pueblos cercanos, donde buscaban a las niñas más bonitas. No
importaba si tenían doce, trece o catorce años de edad; llevaban cómplices
masculinos que, si las sorprendían solas, simplemente se las robaban.
O
si estaban acompañadas de sus padres, generalmente campesinos, se les acercaban
y les ofrecían darles trabajo a las hijas como sirvientas. Los padres accedían,
“Las Poquianchis” se llevaban a las niñas y de inmediato empezaba su tormento.
Apenas
llegaban al burdel, “Las Poquianchis” procedían a desnudar a las niñas por
completo y examinarlas. Si consideraban que tenían “suficiente carne”, los
ayudantes que habían contratado se encargaban de violarlas, uno tras otro,
vaginal y analmente. También las obligaban a practicarles sexo oral y si
lloraban o se resistían, las golpeaban.
Después,
“Las Poquianchis” las bañaban con cubetadas de agua helada, les daban vestidos
y las sacaban por la noche a que comenzaran a atender a la clientela del bar,
bajo amenazas de muerte. Los clientes se mostraban siempre encantados de que
les proporcionaran niñas de tan corta edad para que los atendieran, así que el
negocio iba viento en popa.
Las
hermanas alimentaban a sus esclavas sexuales solamente con cinco tortillas
duras y un plato de frijoles al día. Cuando una de las prostitutas llegaba a
cumplir veinticinco años, “Las Poquianchis” ya la consideraban “vieja”.
Procedían entonces a entregársela a Salvador Estrada Bocanegra “El Verdugo”,
quien la encerraba en uno de los cuartos del rancho, sin darle de comer ni
beber por varios días, y entrando constantemente para patearla y golpearla con
una tabla de madera en cuyo extremo había un clavo afilado.
Una
vez que la mujer estaba tan débil que ya no podía ni siquiera intentar
defenderse, “El Verdugo” la llevaba a la parte de afuera del rancho y, tras
cavar una zanja profunda, la enterraba viva. A otras las aplicaban planchas
calientes sobre la piel, las arrojaban desde la azotea para que murieran al
caer, les destrozaban la cabeza a golpes…
Si
una de las muchachas se embarazaba, si padecía anemia y estaba demasiado débil
para atender a sus clientes, o si se atrevía a no sonreírle a los parroquianos,
era asesinada. Los bebés que llegaron a nacer fueron muertos y enterrados, con
excepción de un niño, al que guardaron para vendérselo a un cliente que quería
experimentar con él; mientras se dedicaron a maltratarlo.
También
practicaban abortos clandestinos si alguna de las prostitutas más populares
quedaba embarazada, con tal de no perder esa fuente de ingresos. Las mujeres
además eran obligadas a limpiar el lugar, a cocinar y a atender a “Las
Poquianchis”.
“Las
Poquianchis” habían reclutado a varios ayudantes que las auxiliaban en sus labores.
Uno era Francisco Camarena García, el chofer que se encargaba de transportar a
las jovencitas reclutadas, junto con Enrique Rodríguez Ramírez; otro era
Hermenegildo Zúñiga, ex capitán del ejército, conocido como “El Águila Negra”,
quien fungía como su guardaespaldas y cuidador del burdel.
José
Facio Santos, velador y cuidador del rancho; y Salvador Estrada Bocanegra, “El
Verdugo”, quien golpeaba a las prostitutas que protestaban por algo y, cuando
alguna amenazaba con marcharse o denunciar los maltratos a los que era
sometida, se encargaba de asesinarla y enterrarla. También policías y militares
utilizaban los servicios de las niñas esclavas, todo gratis a cambio de
protección para el burdel.
María
Auxiliadora Gómez, Lucila Martínez del Campo, Guadalupe Moreno Quiroz, Ramona
Gutiérrez Torres, Adela Mancilla Alcalá y Esther Muñoz “La Pico Chulo” eran
prostitutas que se convirtieron en celadoras y castigadoras a cambio de que
“Las Poquianchis” respetaran sus vidas.
Cuando
alguna de las niñas nuevas no quería ceder ante el capricho de algún cliente,
ellas se encargaban de arrastrarla de los cabellos por todo el burdel, llevarla
a un cuarto y darle de palazos hasta dejarla inconsciente. “La Pico Chulo”
también gustaba de matar a palazos a las muchachas, destrozándoles la cara y el
cráneo con una tranca de madera.
Para
1963, “Las Poquianchis” incursionaron en el satanismo. Alguien les dijo que si
ofrecían sacrificios al Diablo, ganarían más dinero y tendrían protección.
Desde ese momento, cada vez que llegaban nuevas niñas reclutadas, eran
iniciadas en un extraño ritual.
Primero
las hermanas Valenzuela encendían velas y veladoras, formando una estrella de
cinco puntas. Luego llevaban un gallo, el cuál era sacrificado. Entonces
Delfina y sus hermanas se desnudaban para untarse la sangre del animal.
Desnudaban además a las niñas nuevas, quienes eran violadas y sodomizadas por
los cuidadores, mientras “Las Poquianchis” contemplaban la escena y se reían.
Después
sus ayudantes llevaban a la habitación a algún animal: un macho cabrío o un
perro, y obligaban a las niñas a realizar un acto zoofílico para alegría de
quienes contemplaban la escena. Después, los hombres llamaban a las demás niñas
para empezar una orgía, en la cual “Las Poquianchis” también participaban.
Semanas después, comenzarían otro negocio: le quitaban la carne a los cadáveres
de las prostitutas que iban asesinando, para venderla por kilo en el mercado.
La
Secretaría de Salud emitía tarjetas de control falsas, que “Las Poquianchis”
utilizaban para presumir que sus muchachas estaban sanas. Estas tarjetas
costaban mucho dinero, pero servían para que los clientes estuvieran
tranquilos. Por supuesto, muchas de las prostitutas estaban enfermas.
En
1964, Catalina Ortega, una de las nuevas muchachas, consiguió escaparse. Aunque
los secuaces de “Las Poquianchis” la buscaron, no lograron encontrarla. Se
escondió en el campo y después logró llegar hasta la ciudad. Ahí acudió ante la
policía y denunció los hechos. Tuvo suerte: los agentes con los que habló no
formaban parte de la nómina de las asesinas.
Se
ordenó que docenas de policías acudieran al burdel y al rancho. Cuando
llegaron, arrestaron a todos y encontraron un cuadro lleno de horror: las
mujeres estaban desnutridas, llenas de golpes, violadas y quemadas.
Hallaron
las celdas de castigo, los cadáveres enterrados, los trozos de carne lista para
ser vendida. Las hermanas Valenzuela fueron arrestadas.
La
gente, al saber lo ocurrido, se arremolinó en torno a la cárcel para tratar de
sacarlas y lincharlas. Docenas de padres que nunca supieron el destino de sus
hijas, se dieron cuenta de que habían muerto cruelmente. Más de dos mil
personas formaron un tumulto que exigía que las asesinas les fueran entregadas
para matarlas en la calle.
La
reconstrucción de hechos: “Las Poquianchis” avanzan a pie hasta su rancho,
fuertemente escoltadas
La
policía tuvo que trasladar a “Las Poquianchis” a la ciudad de Irapuato para
asegurarse de que siguieran vivas. Estaban acusadas de casi un centenar de
asesinatos.
Los
periódicos de la época contaron la historia con lujo de detalles. El diario
Alarma! editó varios números especiales sobre un caso tan sonado.
Tras
ser juzgadas, las hermanas González Valenzuela fueron sentenciadas a cuarenta
años de prisión.
Delfina,
“La Poquianchis Mayor”, siempre dijo que era inocente, pese a las docenas de
testimonios en su contra. Por supuesto, nadie le creó.
Tras
algunos años en la cárcel, María de Jesús salió de la cárcel. Se retiró de la
vida pública y después desapareció sin dejar rastro.
Carmen
murió de cáncer en la prisión. Eva fue arrestada en Matamoros y terminó sus
días recluida en un manicomio, ante el terror que sentía por ser linchada.
Finalmente,
Delfina quedó recluida en la prisión de Irapuato. Un día que unos trabajadores
remodelaban la prisión, uno de ellos dejó caer, accidentalmente, una lata con
treinta kilos de mezcla de cemento sobre la cabeza de la asesina. Delfina
agonizó en el hospital de la prisión durante quince días, víctima de terribles
dolores. Murió llorando.
La
historia de “Las Poquianchis” inspiró la novela Las muertas, del escritor
mexicano Jorge Ibargüengoitia, quien las rebautizó como "Arcángela y
Serafina Baladro". También la famosa película “Las Poquianchis” de Felipe
Cazals. Los expedientes de las célebres hermanas se encuentran en el Archivo
Histórico Municipal "Vicente González del Castillo" del poblado de
San Francisco del Rincón.
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