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19 ene 2021

Gabriel y Silvina Vázquez

 

Silvina y Gabriela Vázquez entraron en una espiral de paranoia retroalimentada entre ambas que acabó con un terrible asesinato

PACO RODRÍGUEZ

10-03-2020 | 09:19 H

Juan Carlos Vázquez tenía 50 años y vivía con sus dos hijas Silvina y Gabriela. Su mujer había muerto siete años antes por un cuadro agudo de diabetes. La familia decidió cambiar de casa pasa estar más cerca de la ferretería en la que trabajaba y las chicas, de la universidad. La pérdida de la madre fue un duro golpe para todos, sobre todo para las dos hijas, que comenzaron a distanciarse de su padre. Gabriela dejó a su novio y comenzó a vivir el mundo de la noche y las drogas. Silvina se vino abajo y comenzó a sufrir fobias, a escuchar voces y ruidos extraños y a olor a muerto en su propia casa. Silvina acabó arrastrando a toda la familia a un estado psicótico que acabó en tragedia, informa el diario “La Nación”.

Silvina afirmaba que pasaban cosas extrañas e inexplicables: estallaban las bombillas, desaparecían cosas, había ruidos inexplicables, las camas se movían, las cortinas se descorrían solas y el ventilador tenía vida propia y se apagaba solo. Por ello, decidió acudir a la Parroquia Santa María de los Ángeles para pedir la ayuda del sacerdote. El religioso acudió a su casa y les dijo que estaba poseída por un alma en pena y que debían purificarla con agua bendita y rezar mucho. Además, les recomendó asistir a un centro religioso para dar clases que les ayudaran a acabar con los malos espíritus. Allí les dijeron que tenían que purificarse mediante baños en elixir blanco. Según confesaron después, lo hicieron y la situación mejoró, pero algo falló porque algo malévolo se metió en el cuerpo de Silvina. El estado de sugestión las llevó a dormir con su padre en la misma cama noche tras noche. Un día, vieron la cara del diablo en un espejo y el padre lo rompió, pero las cosas empeoraron. El padre comenzó a ponerse rojo y a vomitar sin descanso, escupía sangre. Silvina entró en trance y hasta le cambió el timbre de voz.

Al no encontrar una solución a lo que les ocurría, las hermanas fueron a visitar al dueño del apartamento para preguntarle si en la vivienda había muerto alguien o si estaba construido sobre un cementerio. Pero había nada raro relacionado con la casa. Por ello, decidieron tomar medidas drásticas de forma inmediata. Esa noche del 27 de marzo de 2000, los vecinos no pudieron dormir. Voces, gritos, llantos, cánticos y rezos alteraron la tranquilidad de la noche hasta tal punto que alguien avisó alarmado a la Policía.

Los agentes llegaron en el momento ágido del ritual satánico. Desde la ventana pudieron ver cómo Silvina apuñalaba compulsivamente a su padre. Le asestó 150 cuchilladas. Cuando entraron en la vivienda, la escena era terrible. Los tres estaban ensangrentados y desnudos. Las hermanas gritaban sin parar “¡Satán está aquí, salió de él, y ahora está en ella!” o “¡Que salga el diablo, que salga el mal!”. Ninguno de los agentes había visto nada igual. En la habitación oscura, las hermanas pálidas y bañadas en sangre miraban lo que quedaba de su padre. Le habían apuñalado hasta la muerte, le habían arrancado las vísceras y las habían esparcido por el suelo. La estancia estaba llena de objetos de esoterismo y libros de magia blanca y negra.

Según declaró Silvina, el demonio quería poseerla, someterla sexualmente y logró entrar en su cuerpo. A pesar de ello, ella se resistió y no se detuvo en la misión de rescatar a su padre, que tenía un “muñeco diabólico” dentro: “Papá se entregó como un cordero y le empecé a cortar la piel. Lo corté para descascarar al muñeco y ver a papá otra vez”, señaló. El cuerpo de Juan Carlos fue encontrado aferrado a la barandilla de las escaleras, la sangre le chorreaba por las piernas. Tenía cortes por todo el cuerpo y tenía unas extrañas letras tatuadas en el torso y el abdomen. Tenía un corte en la ingle, pero no había indicios de actividad sexual ni en la víctima ni en sus hijas. El móvil no era la lujuria, sino la “purificación”.

Al cadáver le faltaba parte del cuero cabelludo y la oreja derecha. El rostro estaba mutilado con tajos de arriba hacia abajo, y una de las mejillas, la izquierda, con signos de mordeduras. En el pecho, la víctima tenía un dibujo: un círculo que encerraba un triángulo, una suerte de pentagrama esotérico. En el cuello, a la altura de la carótida, la herida que acabó con su vida.

Con el paso del tiempo, se estableció que Gabriela, la mayor, no había participado directamente del asesinato. Según los médicos, su actuación “fue producto de la influencia recíproca entre ambas hermanas, teniendo en cuenta que al estar juntas se retroalimentaban, produciendo el delirio de ambas un estallido psicótico en Silvina”.

Gabriela y Silvina fueron llevadas al Hospital Pirovano y estuvieron internadas durante tres días. Después fueron trasladadas a la Unidad 27, la prisión que existe dentro del neuropsiquiátrico Braulio Moyano. En un dictamen unánime, el equipo de psiquiatras y psicólogas determinaron que Gabriela padecía un “síndrome pseudoesquizoide con intervalos semilúcidos”. A Silvina le diagnosticaron un cuadro de esquizofrenia peligroso para sí y para terceros. Las dos hermanas fueron declaradas inimputables de acuerdo con el artículo 34 del Código Penal.

Ambas hermanas fueron separadas. Silvina recibió el alta de la Unidad 27 en 2003 y continuó sus estudios en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires. Por su parte, Gabriela recobró progresivamente la lucidez y se estabilizó psiquiátricamente. Tuvo una hija con una pareja que, al enterarse de lo que había hecho, decidió abandonarla.

Las hermanas nunca más volvieron a tener contacto entre sí.


30 ene 2018

Sarah Allman



Sarah y Stevie, nacidas y criadas en California, quienes desde pequeñas eran objeto de confusión por parte de sus vecinos, aunque sus personalidades opuestas aclaraban cualquier duda.
La noche del 1 de julio de 1997, los bomberos respondieron a un llamado de auxilio en una casa de Oakland, California. Cuando llegaron, vieron a una mujer salir de su casa con la parte inferior de su vestido en llamas.
Ella se identificó como Stevie Allman, de 52 años, una secretaria desempleada quien sufrió quemaduras de primer y segundo grado en sus brazos y piernas.
Ella declaró a las autoridades que sospechaba que el incendio había sido provocado por traficantes de drogas con los que había tenido diferencias porque les reclamaba sus acciones en el barrio.
Sin embargo, una investigación demostró que el fuego había sido provocado por dos bombas incendiarias colocadas dentro del mismo domicilio.
El tema es que la mujer también era conocida por la Policía de Oakland, pues ella había servido como “soplona” al proporcionarles cintas de video que demostraban la presencia de narcotraficantes en la barriada.
Luego, una tercera bomba explotó en la casa y Stevie recibió un gran reconocimiento público, fue prácticamente tratada como una heroína porque se pensó que estaba siendo víctima de los delincuentes, quienes le cobraban su valentía.
Aún desde su cama de hospital, ella insistía en retar a los supuestos narcotraficantes. Entretanto, el gobierno local ofreció una recompensa de 50 mil dólares para quien ofreciera datos sobre los culpables, y a su vez le reconstruyeron por completo la vivienda a la mujer.
Pero el exceso de atención hizo que las autoridades detectaran algo extraño y descubrieran lo impensable: Stevie en realidad era Sarah, su hermana menor, con quien había estado viviendo durante los últimos 20 años.

25 mar 2016

Christine y Lea Papin



Las protagonistas de un sangriento asesinato fueron consideradas «heroínas» por el movimiento superrealista francés.

A comienzos de 1933, el asesinato, en circunstancias atroces, de dos mujeres por sus criadas sacudió a Francia. Sin entender nada, los periódicos siguieron con malestar el suceso, y, una vez sentenciado, respiraron y echaron tierra sobre él.

Pero psicólogos, juristas, poetas, cineastas y dramaturgos lo desenterraron. Un delincuente habitual con pasión de escritor, Jean Genet, se inspiró en el suceso y concibió uno de los pocos ritos trágicos genuinos del teatro contemporáneo: Las criadas.

Para iluminar rincones oscuros de la trastienda de este drama, que acaba de volver a nuestros escenarios, ofrecemos al lector un sumario relato del caso, sus ramificaciones en el arte y la ciencia y un resumen del informe que el doctor Le Guillant publicó en 1964 en la revista Les Temps Modernes, del que hemos extraído parte de la información sobre este suceso.

El 2 de febrero de 1933, al anochecer, el señor Lancelin -abogado y vecino de la pequeña ciudad de Le Mans, al noroeste de la llanura central de Francia- corrió alarmado a su domicilio de la calle Bruyère: desde su despacho había llamado repetidamente por teléfono a su mujer y a su hija sin obtener respuesta.
Era de noche cuando llegó. La puerta principal de la casa tenía el cerrojo echado por dentro y la de servicio había sido atrancada. Envolvía al edificio un silencio impenetrable. El interior estaba a oscuras. Sólo una débil luz se escapaba por las rendijas de la ventana del cuarto de las criadas, procedentes de un arrabal campesino, Christine y Lea Papin, que llevaban siete años al servicio de la familia Lancelin.

Los policías Ragot y Verité forzaron la entrada y penetraron en la casa. He aquí, en su seco lenguaje, lo que vieron: «Los cadáveres de la señora y la señorita Lancelin yacían en el suelo espantosamente mutilados; el cadáver de la señorita estaba boca abajo, con las faldas subidas y las bragas bajadas y tenía grandes heridas en los muslos; el cadáver de la señora yacía boca arriba, con los ojos arrancados, sin boca ni dientes. Las paredes estaban cubiertas de cuajarones de sangre. En el suelo había huesos, dientes arrancados, un ojo, horquillas, botones, un llavero y un paquete deshecho».

Un «gesto» mortal

Los gendarmes forzaron la puerta del cuarto de las criadas. Las dos hermanas, desnudas y abrazadas, estaban acostadas en una de las camas. En sus brazos había sangre seca. Ante el comisario de policía se confesaron autoras del crimen sin el menor nerviosismo. Christine lo narró así: «Cuando la señora entró le dije que no me había dado tiempo a repasar la plata. Entonces ella, intentó atacarme y yo le arranqué los ojos con los dedos. Mejor dicho, yo no salté contra la señora, sino mi hermana; yo ataqué a la señorita Genevieve y fue a ella a quien arranqué los ojos. Lea fue quien arrancó los ojos a la señora. Yo bajé a la cocina y cogí un martillo y un cuchillo. En una mesita había una mano de almirez y la empleamos también. Mi hermana y yo nos intercambiamos varias veces los instrumentos… No me arrepiento de nada, o no sé si me arrepiento. Prefiero haberlas matado antes de que ellas nos mataran a nosotras. No hemos premeditado nada. No odiaba a la señora, pero no toleré el gesto que tuvo conmigo».

Este gesto, de singular relevancia en el espeso misterio que desencadenó la carnicería, fue un simple «¿Y bien?» pronunciado por la señora Lancelin para pedir a Christine explicaciones de por qué no habían limpiado la plata. La propia Christine añadió sobre la inquietante endeblez del motivo: «Nada teníamos contra ellas. Hace demasiado tiempo que somos criadas, eso es todo. Tuvimos que demostrar nuestra fuerza».
Las dos hermanas, sorprendentemente dueñas de sí mismas durante los interrogatorios, se derrumbaron súbitamente en el momento de ser separadas. Se entrelazaron y hubo que emplear la fuerza para desanudar su abrazo. Entre alaridos fueron encerradas en dos celdas individuales.

Según los informes periciales, eran vírgenes y jamás tuvieron ningún tipo de relación con ningún hombre. «Cada una vive únicamente con la otra pero en este afecto no hay razón para encontrar razones de tipo sexual. No hay indicios de ninguna anomalía física o mental en ellas». Las hermanas, de 28 y 24 años, perdieron el ciclo menstrual a partir del día del crimen.

Búsqueda de un móvil

El juicio de las hermanas Papin, celebrado en la Audiencia de Le Mans, creó en la opinión pública francesa una sorda sensación de malestar. En las ramificaciones de un hecho tan excepcional como éste fue imposible encontrar ni un solo indicio de excepcionalidad.
Se acumularon en miles de legajos, uno sobre otro, infinidad de detalles cotidianos atrozmente comunes, que eran tanto más insoportables cuanto que cualquier familia con una criada a su servicio reconocía como propios.
De esta manera, el móvil de uno de los actos más salvajes de que hay noticia tenía que ser rebuscado entre los entresijos de la vida en un hogar cualquiera de la burguesía tradicional europea.

Por ejemplo, los guantes blancos que la señora Lancelin usó una vez para comprobar si había polvo en los muebles después de una limpieza adquirieron la magnitud de los grandes nexos causales en los grandes acontecimientos. Un papel en el suelo, un gruñido, una mirada insolente, un cruce hosco en la escalera, el silencio de paredes adentro, ese «¿Y bien?» mortal.

Eso era todo: ningún rastro de odio, ninguna pasión, ni un solo acto despiadado, duro o sojuzgador, ninguna cualidad. Los Lancelin eran personas deferentes y su comportamiento con las hermanas Papin entró siempre en los límites establecidos de la corrección.

Por su parte, las hermanas Papin eran tímidas, introvertidas, dóciles y aceptaban su condición. No se registró en las complejas interrelaciones existentes entre las cuatro mujeres ni un solo acto generador de violencia, un despecho que deje rastro, una anomalía persistente, nada. O al menos nada susceptible de ser aislado del conjunto de sus vidas, lo que dio inesperadamente a éstas, consideradas como totalidad, la oscura, inaceptable función de sustituir al móvil.

El edificio jurídico occidental se resquebrajó: una vida, la totalidad de una existencia, se erigía insolentemente como una carcoma en los subterráneos del derecho procesal, en causa profunda, más allá del alcance de los códigos.

Las últimas huellas

El periodista Louis Martin Chauffier escribió en Vu: «Quisiéramos entender, pero es inútil intentarlo. Se trata, más que del horror del doble crimen, del carácter alucinante del caso, del denso misterio que lo envuelve. Durante 13 horas jueces, abogados, jurados y público no han dejado ni un solo instante de estar obsesionados por esta angustiosa e insoluble cuestión: ¿cuál puede ser el móvil de tan salvaje matanza? Jamás hubo una audiencia más banal en su desarrollo, más despojada de incidentes, más desnuda. Y los rostros impasibles de las hermanas, ajenas al debate, ¿no están privados de vida en la medida en que su vida está volcada hacia dentro? ¿No fue aquel 2 de febrero el único momento de su lúgubre y honesta existencia en que salieron fuera de sí mismas y escapó de ellas ese mortal furor que, sin saberlo, dormía en su pecho?».
Jamás se descubrió móvil alguno del crimen. El fiscal basó su alegato en la imagen de dos perras rabiosas que muerden la mano del amo que les da de comer. Los defensores coincidieron en la rutina de irresponsabilidad por demencia.

Los jueces, perplejos, impotentes, se vieron forzados a sentenciar sin convicción, en la misma frontera del absurdo: pena de muerte, conmutada por reclusión en un manicomio, a Christine, y 10 años de cárcel a Lea.
Las hermanas no quisieron recurrir la sentencia y se negaron en rotundo a dar las gracias a sus abogados defensores. Su madre, que las puso a trabajar como criadas desde la adolescencia, fue a visitarlas a la cárcel. Sus hijas no se inmutaron, no contestaron a ninguna de sus preguntas y la llamaron madame, como a la señora Lancelin.

En el manicomio de Rennes, donde la internaron, Christine se negó a comer y, poco antes del estallido de la II Guerra Mundial, murió de anemia. Su informe se perdió en el incendio del manicomio, a causa de un bombardeo de la aviación aliada durante la ocupación nazi.
Lea salió de la cárcel el 3 de febrero de 1943, décimo aniversario de su crimen. Sus huellas se pierden por completo en los ojos del guardián de la prisión, que fue el último en ver su menuda figura enlutada alejándose de allí con una maleta en la mano.

14 oct 2012

Constance Kent


En 1860, un crimen levantó en Inglaterra un torbellino de titulares como nunca se había visto y atrapó desde Conan Doyle a Henry James. Kate Summerscale lo reconstruye en «El asesinato de Road Hill».

La muerte del pequeño Saville Kent propició charlatanes, relatos, teorías y hasta un nuevo concepto de detective.El cadáver apareció degollado al fondo de una letrina, de lado, con un brazo y una pierna hacia arriba. El asesino le había cortado el cuello, de izquierda a derecha, cercenándole las venas y los conductos respiratorios, y lo había rematado apuñalándole en el cuerpo, justo entre dos costillas, con un cuchillo. 

Después de una intensa búsqueda en la casa y en los alrededores, William Nutt, un zapatero que vivía cerca, y Thomas Benger, un granjero, lo encontraron en el jardín, en un retrete reservado para la servidumbre. Saville Kent había desaparecido durante la madrugada del 30 de junio de 1860.

La familia, los empleados de la finca y los vecinos de la aldea rastreaban la zona, pero nadie lo había visto. Sólo tenía cuatro años de edad. Kate Summerscale reconstruye el primer asesinato mediático de la historia en «El asesinato de Road Hill» (Lumen). 

Un crimen que conmocionó a la opinión pública y que removió el delicado equilibro de hipocresías y secretos que sostenía los cimientos de la sociedad victoriana. Los periódicos, sedientos de historias morbosas, rellenaron con este asesinato, cometido en el seno de una familia pudiente, docenas de páginas. Se redactaron editoriales, escribieron noticias y forjaron opiniones desde los titulares.

El 15 de julio de ese año, en uno de los andenes de la estación de Paddington, el inspector Jonathan Whicher, de Scotland Yard, poco podía sospechar, con su carácter silencioso, su agudeza intelectual y esa apariencia de hombre socavado, que auspiciaría el estereotipo de los futuros «sherlock holmes», de esos policías que hacen identidad con su barba sin apurar y su aspecto de divorciado. Whicher (piel pálida, ojos azules) arribó al pueblo por orden del Ministerio del Interior. Había que zanjar la polémica. Cuando llegó ya había candidatos para ocupar la vacante del asesino. 

Desde el propio Samuel Kent, padre del niño asesinado, hasta Elizabeth Gough, la niñera, o los vecinos. El diario «Bath Chronicle» publicó: «Entre los habitantes de clase baja del pueblo existe un sentimiento muy fuerte contra el señor Kent y su familia, ninguno de cuyos miembros puede aventurarse a caminar por el pueblo sin que lo insulten». Durante la investigación salió a relucir el pasado de la familia, desde la locura que sufría la primera mujer de Samuel Kent, Mary Ann Kent, con la que tuvo cuatro hijos, hasta el escándalo del segundo matrimonio de Samuel (que se casó con la institutriz, Mary Kent, con la que suspuestamente ya mantenía relaciones y con la que tuvo tres hijos, entre ellos, Saville Kent), además del odio latente de dos hijos de la primera esposa, William y Constance, hacia su madrastra y sus descendientes. 

Las especulaciones y las teorías fueron un reclamo para todo tipo de gentes, desde profesores de frenología, que aseguraban que podían averiguar quién era el culpable con palpar la forma del cráneo, hasta los que afirmaban que la imagen del asesino estaría grabada en la pupila del pequeño asesinado. Whicher no se dejó intimidar ni por unos ni por otros. Puso a un lado las reacciones y no permitió que desorientara su talento deductivo el desastroso trabajo de los policías que irrumpieron en la escena del crimen.

La única pista que poseía era una ventana abierta en medio del salón. Iba desde el techo al suelo y únicamente podía abrirse por dentro. A partir de ahí confirmó sus primeras ideas: no entró ninguna persona por la ventana, el asesino no sacó a su víctima por el salón, sino por la cocina, la ventana se abrió adrede para engañar a la policía, el perro guardían era inofensivo y el criminal no creía que se encontrara el cuerpo. «El asesino -dijo Whicher-, al sentirse frustrado, recurrió al cuchillo». Según la autora, «él estaba convencido de que el asesino era un miembro de la casa y de que todos los sospechosos se encontraban aún en la escena del crimen». Las pesquisas condujeron a una inculpada: Constance, de dieciséis años, pero, después de una vista, quedó libre de cargos. 

El asesinato no se resolvió y su aureola misteriosa planeó sobre la sociedad durante cinco años. El fracaso de la investigación malogró la carrera de Jack Whicher, que terminó retirado, aunque la historia demostraría que él tenía razón. El 25 de abril de 1865, aquella acusada que había eludido a la justicia reconoció ante un juez su crimen. Pretendía expiarlo. Los periódicos que habían humillado al detective no creyeron aquella confesión. «Varios diarios se resistieron a aceptar la validez de sus declaraciones», comenta la autora. O prefirieron la conjetura de una posible locura, como la que poseyó en determinados momentos a su madre. «Whicher tomó la frialdad silenciosa de Constance como un indicio de que había matado a su hermano», comenta Summerscale. «El verdadero objetivo de la profesión de detective era la creación de una trama que explicara el móvil de Constance: había matado a Saville por ?los celos o por el desprecio? que sentía hacia los hijos de su madrastra», explica la escritora. A partir de ahí, «Constance Kent se reflejaba en todas las mujeres de la novela: la asesina de cara dulce y posiblemente loca»; de igual forma, desde ese momento, dice la autora, «de Jack Whicher emerge en la figura del atormentado detective aficionado». Pero lo más impactante son las palabras de Constance: «Cometí el asesinato para vengar a mi madre, cuyo lugar fue usurpado por mi madrastra, quien ha vivido con mi familia desde mi nacimiento».

Y más adelante escribe: «Al principio pensé en matarla a ella (la madrastra), pero eso me parecía poco doloroso. Haría que sintiera mi venganza. Ella le había robado a mi madre el afecto al que tenía derecho, por eso yo le robaría a ella lo que más amaba». Lo que no se probó fue la implicación de William, su hermano. Eso queda para las novelas. 

El caso de Road Hill dio pie a un revuelo informativo. La casa se llenó de periodistas. Incluso alguno se hizo pasar por detective para entrar en la mansión. Los reporteros avanzaban toda clase de rumores y suposiciones sin apenas base. El crimen acaparó durante meses las páginas de los diarios, y muchos jugaron papeles importantes, incluso cuando en 1865 Constance confesó el crimen: era la sospechosa principal de Whicher, pero numerosas cabeceras no apoyaron su versión. 

Ahí estaban el «Daily Telegraph», el «Morning Star», el «London Standard» o el «London Reiview». Sólo «The Times» tomó al pie de la letra a la confesa Constance, mientras que el «Somerset and Wilts Journal», que siempre apoyó a Whicher, recordó el linchamiento que había sufrido el investigador. El caso también fue el germen del que brotaron obras literarias. Charles Dickens dedicó muchas palabras al caso y analizó el comportamiento de los detectives, dando las características para un personaje de novela. Él ya había creado en 1853, en «Casa desolada», al inspector Bucket. Pero, sobre todo, Whicher «fue el modelo del sargento Cuff, el detective de ?La piedra lunar?», de Wilkie Collins, una novela de 1868. La fascinación por esta nueva clase de hombres, capaces, por su intuición y sus dotes deductivas, de atrapar al más sagaz de los ladrones mereció, incluso, la atención de Charlotte Brönte, que lo describió como un «sabueso» que seguía «el rastro» o «la estela» de los criminales. 

De hecho, hasta «The times» se refiere a la «acostumbrada sagacidad» de Whicher. El misterio atrajo la atención y la imaginación de escritores como Arthur Conan Doyle, Wilkie Collins o Henry James -en su novela «Otra vuelta de tuerca» existen paralelismos curiosos, como dos hermanos, una institutriz y una atmósfera inquietante-

13 oct 2012

Las "viudas negras" de Liverpool



A finales del siglo XIX, muchos individuos deshonestos usaban veneno como método para deshacerse de amigos y familiares indeseados con mucha más frecuencia que hoy en día. 

Esto era particularmente cierto en el caso de Inglaterra, donde las enfermedades a veces diezmaban a familias enteras. ¿Quién habría adivinado que la mano criminal de un envenenador era responsable de muchas de las muertes prematuras? Cuando Thomas Higgins cortejó y desposó a una chica en 1883, los tiempos eran difíciles en Liverpool. Thomas, un albañil de 45 años, había trabajado duro toda su vida, aunque ese gran esfuerzo no había rendido mucho fruto para el día en que él y Margaret, de 41 años, se casaron. Era su segundo matrimonio; su primera esposa había muerto de causas naturales años antes. Thomas llevó a su hija Mary a vivir con él y su nueva esposa. Después de la boda, la familia Higgins se mudó con Catherine Flannagan, hermana de Margaret. ¿Quién sabe si las hermanas planearon el asesinato de Thomas Higgins antes del matrimonio? Hay algunas cosas que sabemos con certeza. La pequeña Mary murió en marzo de 1884; la muerte se atribuyó a causas naturales. En realidad, las dos mujeres eran asesinas consumadas mucho antes de aquel casamiento. 

Durante nueve meses, los Higgins se quedaron con Catherine Flannagan y su hija de 13 años, Ellen; no había ningún señor Flannagan. El 22 de septiembre de 1883, los Higgins se mudaron a un sótano en la calle Ascot. Fue allí donde Thomas dijo por primera vez que no se sentía bien. Tres días después Thomas sufrió vómitos y diarrea. Margaret atendió a su esposo, pero debido a la severidad de sus ataques debió buscar ayuda médica; llamaron al doctor Whitford, quien le prescribió remedios. 

Al día siguiente, cuando visitó a Thomas, lo encontró mucho mejor. Pocos días después, Thomas se encontraba en terribles condiciones. En esta ocasión, Margaret no llamó al médico. En lugar de ello, le pidió a su hermana Catherine que los visitara. El 1 de octubre, el octavo día de la enfermedad de Thomas, Catherine pensó que era mejor buscar apoyo moral. Llamó a dos vecinas, las señoras Manville y Lawton. Thomas estaba fuera de sí debido al dolor y alucinaba. A medianoche, Catherine, comprendiendo que su hermana necesitaba dormir, le sugirió a Margaret que pasara la noche en su casa. Margaret estuvo de acuerdo y dejó a su esposo al cuidado de su hermana y vecinas. Thomas pidió algo de beber. Catherine le dio un poco de líquido de una taza. 

Después de darle el líquido, vació el resto de la taza en el fuego. Thomas quería levantarse de la cama. Sólo podemos imaginar la sorpresa de la señora Manville cuando escuchó a Catherine espetar: "No tiene fuerzas para levantarse. Estoy cansada de escucharlo suplicando". La señora Manville le lanzó a Catherine una fea mirada y ayudó a Thomas a ponerse de pie. El pobre Thomas se tambaleó, luego cayó sobre la cama. Una vez más pidió un trago de agua. 

La señora Manville se lo dio. Sería el último sorbo de Thomas. Se desplomó sobre la almohada, muerto. Sus cuerpos fueron exhumados. Pequeñas cantidades de ARSÉNICO se encontraron en dos de ellos y una dosis fatal se halló en el cadáver de John Flannagan Entonces la señora Manville gritó: "¡Señora Flannagan, levántese! Tiene un ataque o está muerto". Compasiva, Catherine le respondió. "Siéntese y ocúpese de lo suyo. Déjelo morir en paz". 

Las mujeres confirmaron que Thomas estaba realmente muerto. Salieron del sótano, cerrando la puerta detrás de ellas. Fue por pura mala suerte de las envenenadoras que Thomas Higgins tuviera un hermano, Patrick, quien era medio sabueso. Patrick no podía creer que su saludable hermano hubiera muerto por causas naturales en ocho días. Pasó por la casa del doctor Whitford y descubrió que el buen médico sólo había visitado a Thomas el primer día de su enfermedad, pero firmó el certificado de muerte y atribuyó el fallecimiento a disentería. Ahora, listo para actuar, Patrick visitó a un agente de seguros, el señor Bowles, quien le informó que Thomas había sido asegurado por una cuantiosa suma. Eso fue suficiente. Patrick conversó con el forense y le comunicó sus sospechas. Se realizó una autopsia y se determinó que Thomas tenía una gran cantidad de arsénico en su organismo. Margaret Higgins fue detenida de inmediato, pero su hermana resultó ser más difícil de encontrar. 

Catherine logró mantenerse prófuga de la justicia hasta el 13 de octubre, cuando también la arrestaron. Una vez que se demostró que Thomas Higgins había sido asesinado, se investigaron otras muertes en la familia. El hijo de Catherine, John, había muerto en diciembre de 1880. Margaret Jennings, una joven de 18 años que se había alojado con Catherine, había muerto después de una corta enfermedad en enero de 1883. Y por supuesto, también estaba el caso de Mary Higgins, fallecida en marzo del mismo año. Sus cuerpos fueron exhumados.

Pequeñas cantidades de arsénico se encontraron en dos de ellos y una dosis fatal se halló en el cadáver de John. Se examinó la ropa que estaba en el sótano de la calle Ascot. Se encontraron trazas de arsénico en el fondo de uno de los bolsillos de un abrigo que pertenecía a Margaret Higgins. Una botella que contenía arsénico también se halló en el lugar. Luego de un examen, se descubrió que el arsénico en la botella se había conseguido al remojar papel matamoscas en agua. 

Éste es el primer caso registrado en la historia del crimen en el cual se extrajo arsénico de papel matamoscas con el propósito de cometer asesinato. Margaret y Catherine fueron enjuiciadas por asesinato el 13 de febrero de 1884. Se conoció que cinco compañías de seguros distintas habían emitido pólizas que aseguraban la vida de Thomas Higgins por pequeñas cantidades. Thomas había firmado sólo dos de ellas. Su rúbrica había sido falsificada en las otras tres. 

 Las hermanas habían intentado sacar una sexta póliza por 50 libras, pero debido a que era una cantidad mayor, se necesitaba un examen médico. Cuando un agente de seguros lo visitó para informarle sobre el examen, Thomas se enfureció. Echó al agente de su casa, gritándole: "Váyase al diablo. No obtendrá dinero de mí". Las dos perversas hermanas se habían confabulado durante años al asegurar a sus víctimas por pequeñas cantidades y envenenarlas poco a poco.