19 ene 2021

Gabriel y Silvina Vázquez

 

Silvina y Gabriela Vázquez entraron en una espiral de paranoia retroalimentada entre ambas que acabó con un terrible asesinato

PACO RODRÍGUEZ

10-03-2020 | 09:19 H

Juan Carlos Vázquez tenía 50 años y vivía con sus dos hijas Silvina y Gabriela. Su mujer había muerto siete años antes por un cuadro agudo de diabetes. La familia decidió cambiar de casa pasa estar más cerca de la ferretería en la que trabajaba y las chicas, de la universidad. La pérdida de la madre fue un duro golpe para todos, sobre todo para las dos hijas, que comenzaron a distanciarse de su padre. Gabriela dejó a su novio y comenzó a vivir el mundo de la noche y las drogas. Silvina se vino abajo y comenzó a sufrir fobias, a escuchar voces y ruidos extraños y a olor a muerto en su propia casa. Silvina acabó arrastrando a toda la familia a un estado psicótico que acabó en tragedia, informa el diario “La Nación”.

Silvina afirmaba que pasaban cosas extrañas e inexplicables: estallaban las bombillas, desaparecían cosas, había ruidos inexplicables, las camas se movían, las cortinas se descorrían solas y el ventilador tenía vida propia y se apagaba solo. Por ello, decidió acudir a la Parroquia Santa María de los Ángeles para pedir la ayuda del sacerdote. El religioso acudió a su casa y les dijo que estaba poseída por un alma en pena y que debían purificarla con agua bendita y rezar mucho. Además, les recomendó asistir a un centro religioso para dar clases que les ayudaran a acabar con los malos espíritus. Allí les dijeron que tenían que purificarse mediante baños en elixir blanco. Según confesaron después, lo hicieron y la situación mejoró, pero algo falló porque algo malévolo se metió en el cuerpo de Silvina. El estado de sugestión las llevó a dormir con su padre en la misma cama noche tras noche. Un día, vieron la cara del diablo en un espejo y el padre lo rompió, pero las cosas empeoraron. El padre comenzó a ponerse rojo y a vomitar sin descanso, escupía sangre. Silvina entró en trance y hasta le cambió el timbre de voz.

Al no encontrar una solución a lo que les ocurría, las hermanas fueron a visitar al dueño del apartamento para preguntarle si en la vivienda había muerto alguien o si estaba construido sobre un cementerio. Pero había nada raro relacionado con la casa. Por ello, decidieron tomar medidas drásticas de forma inmediata. Esa noche del 27 de marzo de 2000, los vecinos no pudieron dormir. Voces, gritos, llantos, cánticos y rezos alteraron la tranquilidad de la noche hasta tal punto que alguien avisó alarmado a la Policía.

Los agentes llegaron en el momento ágido del ritual satánico. Desde la ventana pudieron ver cómo Silvina apuñalaba compulsivamente a su padre. Le asestó 150 cuchilladas. Cuando entraron en la vivienda, la escena era terrible. Los tres estaban ensangrentados y desnudos. Las hermanas gritaban sin parar “¡Satán está aquí, salió de él, y ahora está en ella!” o “¡Que salga el diablo, que salga el mal!”. Ninguno de los agentes había visto nada igual. En la habitación oscura, las hermanas pálidas y bañadas en sangre miraban lo que quedaba de su padre. Le habían apuñalado hasta la muerte, le habían arrancado las vísceras y las habían esparcido por el suelo. La estancia estaba llena de objetos de esoterismo y libros de magia blanca y negra.

Según declaró Silvina, el demonio quería poseerla, someterla sexualmente y logró entrar en su cuerpo. A pesar de ello, ella se resistió y no se detuvo en la misión de rescatar a su padre, que tenía un “muñeco diabólico” dentro: “Papá se entregó como un cordero y le empecé a cortar la piel. Lo corté para descascarar al muñeco y ver a papá otra vez”, señaló. El cuerpo de Juan Carlos fue encontrado aferrado a la barandilla de las escaleras, la sangre le chorreaba por las piernas. Tenía cortes por todo el cuerpo y tenía unas extrañas letras tatuadas en el torso y el abdomen. Tenía un corte en la ingle, pero no había indicios de actividad sexual ni en la víctima ni en sus hijas. El móvil no era la lujuria, sino la “purificación”.

Al cadáver le faltaba parte del cuero cabelludo y la oreja derecha. El rostro estaba mutilado con tajos de arriba hacia abajo, y una de las mejillas, la izquierda, con signos de mordeduras. En el pecho, la víctima tenía un dibujo: un círculo que encerraba un triángulo, una suerte de pentagrama esotérico. En el cuello, a la altura de la carótida, la herida que acabó con su vida.

Con el paso del tiempo, se estableció que Gabriela, la mayor, no había participado directamente del asesinato. Según los médicos, su actuación “fue producto de la influencia recíproca entre ambas hermanas, teniendo en cuenta que al estar juntas se retroalimentaban, produciendo el delirio de ambas un estallido psicótico en Silvina”.

Gabriela y Silvina fueron llevadas al Hospital Pirovano y estuvieron internadas durante tres días. Después fueron trasladadas a la Unidad 27, la prisión que existe dentro del neuropsiquiátrico Braulio Moyano. En un dictamen unánime, el equipo de psiquiatras y psicólogas determinaron que Gabriela padecía un “síndrome pseudoesquizoide con intervalos semilúcidos”. A Silvina le diagnosticaron un cuadro de esquizofrenia peligroso para sí y para terceros. Las dos hermanas fueron declaradas inimputables de acuerdo con el artículo 34 del Código Penal.

Ambas hermanas fueron separadas. Silvina recibió el alta de la Unidad 27 en 2003 y continuó sus estudios en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires. Por su parte, Gabriela recobró progresivamente la lucidez y se estabilizó psiquiátricamente. Tuvo una hija con una pareja que, al enterarse de lo que había hecho, decidió abandonarla.

Las hermanas nunca más volvieron a tener contacto entre sí.


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