25 mar 2016

Evelyn Dick





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Una zona densamente poblada de árboles y próxima al hermoso lugar de Albion Falls constituía el lugar ideal para que los niños hicieran una excursión campestre; pero aquel bosque era también el sitio perfecto para deshacerse de un cadáver.

La mañana del sábado 16 de marzo de 1946, cinco muchachos decidieron aprovechar el tiempo primaveral para disfrutar de una excursión campestre. Tomaron el autobús en Albion Falls, un lugar célebre por su belleza, situado a unos pocos kilómetros de Hamilton (Ontario, Canadá), ciudad en la que residían. Se trataba de una zona famosa por sus montañas pobladas de árboles y por las impresionantes vistas que se divisaban desde los barrancos.

Mientras recorrían el campo, los muchachos iban observándolo todo con un telescopio de juguete; hasta que de pronto uno de ellos descubrió en una loma algo parecido a un cerdo decapitado. Impulsados por una natural curiosidad, se acercaron un poco más y se encontraron con que se trataba del torso de un hombre enterrado entre un montón de ramas y hojas. Rápidamente los niños salieron corriendo en busca de ayuda.

El examen preliminar del cadáver reveló que le habían cortado los brazos y las piernas por debajo de las articulaciones, con ayuda de una sierra; la cuchillada que le cruzaba el abdomen indicaba el intento -fallido- de cortarlo en dos. El forense, doctor Deadman, confirmaría más tarde que la operación de descuartizamiento mostraba signos de haberse realizado precipitadamente y con el empleo de más fuerza que pericia.

El torso no llevaba más que la ropa interior y presentaba en el pecho dos heridas de arma de fuego causadas, según Deadman, por varias balas del calibre 32 que no parecían haber resultado mortales. Como no disponían de la cabeza de la víctima, no se pudo confirmar la causa de la muerte. La ausencia de sangre, sin embargo, señalaba claramente que aquella atrocidad se había cometido en algún otro sitio y que antes de deshacerse del cadáver lo habían desangrado.

El 17 de marzo encontraron una camisa ensangrentada en una carretera próxima al lugar del hallazgo del torso. La policía creía entonces estar a punto de identificar el torso, especialmente después de recibir una llamada de un tal Alexander Kammerer quien, preocupado, les informó de la desaparición de su primo, John Dick, ocurrida el 6 de marzo. La descripción que proporcionó de éste se acercaba mucho a las características del cadáver.

El interés de los detectives aumentó aún más cuando Kammerer les explicó por qué había tardado tanto en denunciar la desaparición de su pariente. Cinco meses antes, John Dick se había casado con una mujer mucho más joven que él llamada Evelyn; pero el matrimonio se fue a pique casi de inmediato y la pareja se separó en Navidad. Dick se fue a vivir con los Kammerer y cuando les dejó supusieron que había vuelto a casa para intentar arreglar las cosas. Pero los policías no pensaban lo mismo: ahora no sólo le habían puesto un nombre al torso, sino que contaban también con un móvil para el asesinato.

No perdieron un solo momento en ponerse en contacto con Evelyn, la esposa del hombre fallecido. El 19 de marzo la condujeron a la comisaría para someterla a un interrogatorio. Se hizo cargo de la entrevista el inspector Wood, quien, desgraciadamente, comenzó a interrogarla sin aguardar a que estuviera presente otro oficial para hacer un informe de la conversación. Esta sería una de las muchas irregularidades que causarían más de un problema judicial cuando el caso se llevó ante los tribunales.

En principio no parecía podérsele objetar nada a Evelyn, quien ofreció una desolada visión de su matrimonio. Sus padres se habían opuesto a que se casara con Dick, por lo que tuvo que adoptar un nombre falso para la ceremonia, haciéndose pasar por una viuda llamada «Evelyn White». Casi de inmediato comenzaron las discusiones entre los recién casados, quienes se peleaban constantemente por cuestiones de dinero, y en particular por la propiedad de la casa de Carrick Avenue, registrada a nombre de Evelyn. Además, uno y otro cometían frecuentes infidelidades. (De hecho, y aunque su marido lo ignoraba, Evelyn trabajaba como prostituta.) Ella misma sugirió que probablemente John había sido amenazado por algún marido celoso después de una de sus escapadas extra-matrimoniales.

Evelyn explicó esta teoría aún con más detalles. El 6 de marzo -declaró- alquiló un coche para ir de compras. Al volver a casa recibió la llamada de un gánster, quien le comunicó que un marido furioso le había contratado para vengarse de su esposo. El mafioso insistió en entrevistarse con Evelyn. Cuando ésta acudió a la cita, el hombre la estaba esperando con un enorme saco que contenía el torso de su marido. Aterrada, obedeció sus órdenes y lo condujo hasta un lugar de las montañas, donde abandonaron los restos de John Dick.

Se trataba de una historia absurda y completamente inconsistente. ¿Para qué iba a querer el criminal entrevistarse con ella, en lugar de limitarse a deshacerse del cadáver por sus propios medios? ¿Y por qué Evelyn no se había puesto en contacto con la policía después de recibir la llamada telefónica? Y, por último, ¿no era una increíble coincidencia que el asesino la citara precisamente el mismo día que ella alquiló el Packard?

La policía entonces invitó a Evelyn a enseñarles dónde habían abandonado el cadáver. En compañía del inspector Wood y del detective sargento Preston, ella les condujo directamente hasta Albion Falls. Después, la policía la arrestó y se la detuvo acusada de vagancia -se trataba de un tecnicismo que les permitía mantenerla bajo custodia hasta completar las pesquisas-.

Los detectives localizaron el automóvil alquilado por la mujer, en cuya tapicería encontraron algunas huellas de sangre que correspondían al grupo sanguíneo del hombre fallecido. También encontraron un jersey azul, lleno de manchas, que Evelyn había dejado en el coche y que encajaba con la descripción de una de las prendas que llevaba Dick el día de la desaparición.

Se realizaron algunos registros, tanto en casa de Evelyn como en la de sus padres. En la primera, los detectives descubrieron el uniforme y la máquina de picar billetes que John usaba en su trabajo de conductor de tranvías: un hallazgo sorprendente, teniendo en cuenta que ya no vivía en aquella casa.

Donald MacLean, padre de Evelyn, trabajaba para la misma compañía de transportes, y en su domicilio de Rosslyn Avenue la policía encontró en un escondrijo varios billetes usados, junto con 4.400 dólares en efectivo. Al parecer, MacLean se había dedicado a estafar a sus jefes de modo sistemático. Durante el registro se encontró también un par de zapatos manchados de sangre; una sierra y un cuchillo de carnicero, que muy bien podían ser los utilizados para descuartizar el cadáver; y un revólver del calibre 32 con el que probablemente se habían efectuado las heridas de bala que ofrecía el torso.

Pero el descubrimiento más siniestro tuvo lugar en Carrick Avenue, en casa de Evelyn Dick. El 21 de marzo, en el sótano, encontraron algunas cenizas dentro de un cesto en la entrada del garaje. Después de un atento examen se aislaron varios fragmentos de huesos y dientes, y el forense confirmó que procedían de un cráneo, de unas rótulas y de una mandíbula humana. No había, sin embargo, ningún fragmento de hueso perteneciente a un torso, lo cual apoyaba la teoría de que las cenizas eran los restos de los miembros y la cabeza de John Dick.

La atención de los detectives se centró también en una maleta que había en el ático. Y en ella, debajo de varias piezas de tela, encontraron una bolsa de la compra llena de cemento. La policía lo picó cuidadosamente y halló el cadáver descompuesto de un recién nacido, que más tarde identificarían como Peter, con un trozo de cuerda alrededor del cuello. El anuncio de que en casa de Evelyn Dick se había descubierto a un niño muerto causó auténtica sensación. Toda la atención de la prensa se centró entonces en la atractiva viuda y en su amante, Bill Bohozuk, a quien los periodistas, aludiendo a su deporte favorito, apodaron «el fornido remero».

La policía albergaba sentimientos contradictorios acerca de toda aquella publicidad. Por un lado, estaban convencidos de que en Evelyn, Bohozuk y los MacLean tenían a los culpables de ambos asesinatos. Pero, a pesar de la enorme cantidad de pruebas circunstanciales que habían conseguido reunir, carecían de otras que fueran irrefutables.

Pero esperaban que fuera la misma Evelyn quien acabara desatándose. Desde la primera entrevista, ésta se había mostrado extrañamente deseosa de hablar con la policía. Pero, cada vez que surgía una nueva prueba, Evelyn cambiaba su versión con increíble habilidad.

La primera modificación se produjo el 20 de marzo, cuando a Bill Bohozuk se le sometió a un interrogatorio; entonces, Evelyn Dick, voluntariamente, proporcionó la información de que entre él y su marido existía una profunda enemistad. Y declaró que su amante le había pedido prestados 200 dólares para contratar a un asesino.

Después de la aparición de las cenizas, volvió a modificar su relato y dijo que era el asesino a sueldo quien había alquilado el Packard, en el que llevó hasta su propia casa las ropas de John. También admitió que el cadáver del pequeño era el de su hijo, pero culpó a Bohozuk de su muerte, y dijo que éste se lo había llevado después de que ella saliera de la clínica de maternidad «para estrangularlo rodeándole el cuello con una manta».

La última versión de los hechos la dio Evelyn el 12 de abril. Entonces negó que existiera ningún asesino a sueldo e insistió en que fue su amante el autor de los crímenes, mientras que ella se limitaba a observarle. Enseguida se dio paso a una nueva reconstrucción del asesinato. Evelyn condujo a la policía hasta un polvoriento y solitario camino situado en medio de las montañas. Allí -declaró- Bohozuk disparó tres veces contra su esposo, alcanzándole en el ojo derecho, en la nuca y en el pecho.

Evelyn involucró también en el crimen a su padre, quien según ella le prestó a Bohozuk el arma asesina. Le acusó además de haber quemado los miembros de su marido en la estufa de Rosslyn Avenue. Inmediatamente la policía acusó a los padres de Evelyn y a Bohozuk -aparte, por supuesto, de a la propia Evelyn- del asesinato de John Dick. Y contra la señora Dick y contra su amante se formularía además el cargo de asesinato del pequeño Peter.

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El asesinato de Peter
El niño asesinado que la policía encontró dentro de una maleta, era Peter MacLean, el tercero de los hijos de Evelyn Dick. Durante el embarazo ésta se «inventó» un marido, Norman J. White, a su vez padre del niño, y continuó con aquella ficción las otras dos ocasiones. Cuando nació Peter, el 5 de septiembre de 1941, Evelyn vivía en Rosslyn Avenue con sus padres, a quienes la idea de un tercer nieto no agradaba demasiado. Donald MacLean se negó a acogerlo en su casa, por lo que Evelyn accedió a entregarlo en adopción a través de la Asociación de Ayuda Infantil. Después del 15 de septiembre, fecha en que la madre salió del hospital, nunca más se volvió a ver a la criatura.

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ANTE EL TRIBUNAL – Un espectáculo increíble
Miles de personas hicieron largas colas para contemplar a la bella asesina autora de hechos tan «antinaturales»: no sólo había descuartizado el cadáver de su marido, sino que, después de matar a sangre fría a su hijo recién nacido, lo enterró en un saco de cemento.

El juicio por el asesinato de John Dick se celebró en Ontario durante las sesiones judiciales de otoño. La fiscalía decidió juzgar por separado a Evelyn, Bohozuk y MacLean; el juicio de la primera, presidido por el juez Barlow, se inició en Hamilton el 7 de octubre. Timothy Rigney representaba a la acusación, mientras que John Sullivan se encargaba de la defensa.

El proceso atrajo desde el principio un enorme interés por parte del público. Una multitud formada por trescientos espectadores se apiñaba delante de la cárcel para ver a la acusada cuando ésta salía hacia el juzgado, mientras que en la sala llegaron a reunirse unas mil personas. También la prensa se sentía fascinada por el asunto. Aquella elegante morena siempre ofrecía un tema del que hablar y, desde su primera aparición ante el tribunal, vestida con «un sombrerito negro y un abrigo de piel gris», los comentarios acerca de los modelos que exhibía se convirtieron en ingrediente habitual de los reportajes de la prensa.

En cuanto el ritmo del juicio parecía disminuir, la atención de los periodistas se centraba en Evelyn. Estos daban cuenta del peso que había ganado mientras estaba detenida, de cómo jugueteaba nerviosamente con los zapatos nuevos, mientras se presentaban las pruebas de la camisa ensangrentada de su marido; o hacían comentarios sobre las interminables notas que tomaba y los constantes garabatos.

También los guardias que la acompañaban fueron exhaustivamente entrevistados. Uno de ellos contó a los periodistas que «se pasaba todo el día canturreando y sonriendo, como si no tuviera nada de qué preocuparse»; y otro mencionó el hecho de que no paraba de pedir revistas: «Ya sabe, historias de amor… montones de ellas.» Evelyn, por su parte, parecía encantada con tanta publicidad y les preguntaba a los reporteros si en las últimas ediciones de los periódicos aparecería alguna fotografía suya.

Sin embargo, y mientras la policía se afanaba en encontrar alguna prueba en apoyo de las declaraciones de la acusada, la mayor parte del juicio se desarrollaba en medio de la más absoluta rutina: se subrayaron los detalles referentes a los últimos movimientos de Dick; se confirmó la existencia de rastros de sangre en el Packard alquilado; y se escucharon los comentarios del forense acerca del descuartizamiento y la posible causa de la muerte. El único episodio realmente dramático tuvo lugar durante el tercer día del juicio, cuando Alexandra MacLean subió al estrado para prestar testimonio contra su propia hija.

La señora MacLean empezó por describir el maltrecho estado del matrimonio de John y Evelyn. Ella se había opuesto con todas sus fuerzas a que se casaran y sus temores pronto se vieron justificados. John estaba siempre sin blanca y se pasaba el día dándole sablazos a su mujer. Cuando se mencionó el nombre de Bohozuk, la señora MacLean declaró que éste había amenazando a Dick por teléfono en varias ocasiones.

Al interrogarla acerca del día del asesinato, la testigo confirmó que Evelyn había salido de casa alrededor de las seis de la tarde en un coche grande de color negro. Pero cuando le preguntó a su hija qué hacía con el Packard, ella le contestó que se metiera en sus asuntos.

Pero el testimonio más perjudicial proporcionado por la señora McLean era el relato de lo ocurrido el 8 de marzo, cuando fue a buscar a Heather, la hija pequeña de Evelyn, para visitar a su padre, John, en el trabajo. El viaje resultó en balde, porque John Dick no ocupaba su habitual asiento en el tranvía; cuando le mencionó el asunto a su hija, ésta le contestó: «No volverás a verle nunca más» y, ante la sorpresa de su madre, añadió: «Sí, John Dick está muerto; y tú, mantén la boca cerrada.»

El otro factor de vital importancia para el resultado final del juicio fue el testimonio prestado por la propia acusada ante la policía. Entre el 11 y el 14 de octubre el juez Barlow celebró varias sesiones a puerta cerrada para decidir si admitía o no las declaraciones efectuadas ante los inspectores Wood y Preston.

Finalmente, su opinión se decantó en favor del fiscal; y, cuando el jurado volvió a ocupar su puesto en la sala, tuvo la oportunidad de oír las declaraciones de Evelyn repetidas ante el tribunal. Entretanto, ésta parecía felizmente ignorante del alcance de todos aquellos debates jurídicos. El 13 de octubre cumplía veintiséis años y recibió un montón de cartas y de regalos. Un felicitante anónimo llegó a enviarle incluso un llamativo ramo de claveles rojos y blancos.

El miércoles 16 de octubre el juicio se dio por terminado y no tardó ni horas en emitir el veredicto de «culpable» al que acompañaba una petición de indulto. El juez agradeció a todos los miembros los esfuerzos realizados, haciendo notar que «con estas pruebas no creo que hubieran podido ustedes emitir un veredicto diferente». Y sentenció a la acusada a la horca, fijando la fecha para la ejecución el 7 de enero del 1947. Evelyn no perdió la calma y se limitó a dejar constancia que deseaba presentar una apelación.

Los reportajes de la prensa se hicieron entonces aún más sensacionalistas. Durante el juicio habían existido considerables restricciones, puesto que Bohozuk y MacLean se encontraba a la espera de ser procesados. Pero ahora la atención de la prensa podía centrarse libremente en la condenada a muerte. Así pues, se realizaron reportajes en los que la madre, aneganda en lágrimas, admitió que «es verdad que puede haber sido perversa, pero se trata de mi hija… de mi única hija; y la adoro».

La prensa se ocupó también detenidamente de los detalles más «sabrosos» del pasado de Evelyn e hizo hincapié en las terribles condiciones de la celda para condenados a muerte que la aguardaba. Pero no hubo una sola queja en tomo al veredicto: todo el mundo pensaba que se había hecho justicia.

La vista de la apelación se celebró el 9 de enero, mientras que la fecha de la ejecución se posponía para un mes después. En esta ocasión, la condenada estaba representada por J.J Robinette, un prestigioso criminalista de Toronto, quien siguió dos líneas fundamentales de argumentación.

En primer lugar intentó explotar el tema de la existencia de varios juicios distintos, indicado que las pruebas señalaban a MacLean como asesino y a Evelyn como cómplice del mismo. Por lo que -aducía- deberían haber sido excluidas del juicio pruebas tales como el revólver o los zapatos ensangrentados. Robinette recusó también la admisión de las confesiones realizadas por Evelyn ante la policía, alegando que no se le habían hecho las advertencias oportunas. El tribunal aceptó estos dos argumentos y ordenó la celebración de un nuevo juicio.

Dicha decisión constituyó un cambio crucial en el asunto y, como una fila de fichas de dominó que al caer se empujan unas a otras, cada uno de los cuatro juicios restantes resultó afectado por ella de forma evidente. Un mes más tarde se volvió a examinar la acusación formulada contra Evelyn Dick, pero, lógicamente, por entonces había desaparecido todo apasionamiento. Mientras se citaba a los testigos para que nuevamente prestaran declaración, El Globe and Mail comentaba: «Ya no se trata de un intenso drama, sino de una simple rutina.» Sin las declaraciones de Evelyn, de funestas consecuencias, el peso de las pruebas circunstanciales no era suficiente para convencer al jurado, quien emitió el veredicto de «inocente».

Evelyn se negó a prestar testimonio en contra de su ex amante y de su padre, lo cual disminuía la importancia de la acusación formulada contra ambos por la fiscalía. Al final se acabaron retirando los cargos contra Bohozuk, mientras que MacLean, gracias a las hábiles negociaciones realizadas por su abogado, fue declarado cómplice de los hechos una vez consumados éstos y se le sentenció a cinco años de prisión.

El hecho de que a Evelyn se la condenara a cadena perpetua después de haber sido declarada culpable del homicidio voluntario de su propio hijo, quizás ayudara a aplacar algunas críticas. Pero había mucha gente que opinaba que el brutal asesinato de John Dick había quedado impune.

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Matrimonio fracasado
Evelyn Dick, por el contrario, se llevaba «demasiado bien» con las autoridades. Su aparente deseo de cooperar y sus versátiles cambios sirvieron para entorpecer con eficacia la labor de la acusación. Como ella misma le dijo a su madre «le voy a contar a la policía tantas historias diferentes que no van a saber por dónde tirar».

El abogado defensor de Evelyn preparó una serie de pruebas psiquiátricas para explicar las razones de su comportamiento. En su informe, el doctor Robert Finlayson testificó ante el tribunal que se trataba de una mujer retrasada. Su coeficiente intelectual la situaba en los limites entre «torpe» y «retrasada mental». Además, su personalidad mostraba ciertos signos de desorden psicosomático.

Su escasa inteligencia podía estar relaciona con la falta de emoción que demostraba. Por ejemplo, la policía se percató de que Evelyn Dick jamás ofreció signos de culpabilidad o de remordimiento cuando la atraparon contando una mentira. Del mismo modo, muchos observadores comentaron sus impasibles reacciones a lo largo del juicio y cómo, incluso cuando se abordaban los aspectos mas siniestros del asunto, no dejaba de hacer garabatos en un papel.

Y no era precisamente que tratara de ocultar sus emociones en público, porque todo aquello también se podía aplicar a la actitud mostrada en la intimidad ante los asesinatos. Al principio, Evelyn explicó que la precaución con la que había actuado estaba motivada por el miedo. Declaró que se había callado y no había mostrado su disconformidad con los crímenes asustada por las amenazas de Bohozuk y de sus amigos mafiosos de Windsor; y ello a pesar de que los detectives probaron que todas aquellas historias no eran más que una invención. Pero el ejemplo más siniestro de su falta de sensibilidad fue su comportamiento con su hijo. Tanto la policía como el público se estremecieron ante la idea de una mujer capaz de vivir dieciocho meses en su casa sabiendo que su hijo se encontraba en el ático muerto.

Evelyn era hija única, y sus padres intentaron mantenerla al margen de sus compañeras de colegio. Probablemente deseaban proteger a la niña contra el duro mundo exterior. Evelyn estaba muy mimada y fue incapaz de entablar relaciones con nadie. Después de la condena, quienes la conocían desde la escuela comentaron a los reporteros que «a Evelyn le hubiera gustado ser amiga de todo el mundo, y no podía entender por qué tanta gente procuraba evitarla».

Evelyn Dick fracasó al intentar hacerse popular despilfarrando enormes cantidades de dinero en obsequio para los conocidos, lo cuál aumentó su confusión e hirió aún más sus sentimientos. Después de todo, al personal masculino de Hamilton no parecía disgustarle el pagarle algún dinero a cambio de su afecto. Quizá fue el deseo de salir de este círculo vicioso lo que la llevó a casarse con un conductor de autobús. Y en este caso cometió un error de incalculables conclusiones.

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El nombre falso de Evelyn
Los informes del hospital revelaban que un tal «Norman J. White, teniente de la Armada Real Canadiense», era el padre de los tres hijos de Evelyn -uno de los abogados, en tono jocoso, comentó que aquella era la parte más consistente de todo el testimonio ofrecido por Evelyn-; y ésta, haciéndose pasar por viuda, utilizó dicho nombre para casarse con Dick. Las investigaciones de la policía pronto demostraron que el teniente solamente había existido en la imaginación de Evelyn.

El propósito de aquel engaño era doble. Por un lado, proporcionaba a sus hijos ilegítimos un origen respetable. Y, además, la existencia de un «esposo ausente», supuestamente en el servicio activo, podía explicar los abundantes ingresos de Evelyn. En realidad, aquel dinero procedía de los numerosos acompañantes masculinos con que ésta contaba, muchos de los cuales eran relevantes ciudadanos cuya identidad fue cuidadosamente mantenida en secreto por el tribunal. John Dick no sabía nada de toda aquella historia y probablemente el enterarse del engaño no supuso ninguna ayuda para su matrimonio, ya de por sí bastante maltrecho.

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Conclusiones
Evelyn Dick pasó once años en la penitenciaría de Kingston por el delito cometido. Allí consiguió mantener excelentes relaciones tanto con la autoridades penitenciarias, como con sus compañeras de prisión, y obtuvo cierto éxito en una de las representaciones de Navidad haciendo el papel de Ángel. En 1958 consiguió la libertad bajo palabra.

Alexandra MacLean abandonó Hamilton en compañía de Heather, la hija de Evelyn. Lógicamente intentaba escapar de las curiosas miradas de los vecinos y empezar una nueva vida.

Probablemente Donald MacLean fue el personaje involucrado en aquel asunto que salió más perjudicado. Después de ser condenado por el caso Dick, se pronunció contra él otra sentencia de cinco años, acusado de robo contra la compañía de transportes para la que trabajaba. En 1951, al salir en libertad, el futuro parecía bastante negro. Enfermo, arruinado y separado de su esposa, pasó los últimos años de su vida como vigilante de un aparcamiento. Falleció en 1955.

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Fechas clave
16/3/46 – Se encuentra un torso enterrado en medio de un bosque.
17/3/46 – Aparece una camisa ensangrentada en un lugar cercano.
19/3/46 – La policía interroga a Evelyn Dick.
21/03/46 – En casa de Evelyn se descubre el cadáver de un recién nacido y varios restos de huesos humanos.
12/04/46 – Evelyn Dick incrimina a Bohozuk y a su propio padre en el asesinato de John Dick.
07/10/46 – Comienza el juicio contra Evelyn Dick por el asesinato de su marido.
13/10/46 – Veintiséis cumpleaños de Evelyn Dick.
16/10/46 – Se declara culpable a Evelyn Dick y la condenan a la horca.

09/01/47 – Vista de la apelación. El tribunal ordena la celebración de un nuevo juicio: se la declara inocente.

Sabine Hilschenz

Condenan a 15 años a la mujer alemana que mató a nueve de sus trece hijos
Diariovasco.com

2 de junio de 2006

Ocultaba los embarazos, daba a luz en secreto y los bebés fallecían poco después de nacer por congelación.
La Audiencia Provincial de Fráncfort del Oder (este de Alemania ) condenó ayer a 15 años de cárcel por homicidio a Sabine Hilschenz, una alemana de 40 años acusada de haber asesinado a nueve de sus trece hijos recién nacidos y ocultado sus cadáveres durante años. El caso de Sabine H. ha conmocionado a la opinión pública alemana, que sigue preguntándose por los motivos de la infanticida que mató a sus nueve bebés poco después de dar a luz sin que ni sus familiares ni sus vecinos se percataran de ello.

El juez consideró probada la culpabilidad de Sabine Hilschenz en ocho de los casos. La infanticida no fue juzgada por uno de los casos por haber prescrito antes de que empezara el juicio. Durante el juicio quedó claro que los niños nacieron vivos, aunque no se pudo demostrar fehacientemente que la madre había provocado activamente su muerte.

El juez aseguró que Sabine H. no actuó conforme a su deber de madre, pues no evitó la muerte de los bebés, que fallecieron por congelación. Para argumentar su sentencia, la justicia se basa en las confesiones que hizo Sabine Hilschenz tras ser detenida, ya que durante la vista la condenada se negó a declarar.

Teniendo en cuenta la gravedad de los hechos, la fiscalía había pedido cadena perpetua por ocho asesinatos, mientras que la defensa había solicitado tres años y medio de cárcel por homicidio. Finalmente, el juez decidió condenar a la acusada a 15 años de cárcel por homicidio y no por asesinato como reclamaba la fiscalía.

Por su parte, la defensa no se mostró conforme con el veredicto y a recurrirá la sentencia.

Enterró a los bebés

La fiscal sostuvo que Sabine Hilschenz decidió ya matar a los nueve bebés cuando estaba embarazada. Para ello seguía el mismo esquema: la infanticida se emborrachaba cuando empezaban los dolores del parto, daba a luz en secreto, envolvía a los recién nacidos en toallas y cuando estaba segura de que estaban muertos, los metía en bolsas de plástico y los enterraba en el balcón en maceteros, donde cultivaba tomates y hierbas. En uno de los casos, la acusada congeló durante un año el cadáver de un recién nacido y luego lo enterró.
Los análisis genéticos de los restos de las siete niñas y dos niños, descubiertos en julio de 2005 en la localidad de Brieskov-Finkenheerdel (este alemán), han determinado que eran hijos de la acusada y de su ex marido, Oliver H. Los forenses calculan que los nacimientos de los pequeños ocurrieron entre 1992 y 1998.
El ex marido, de 40 años, y los hijos mayores de la pareja afirman que nunca supieron de la existencia de aquellos embarazos.

El macabro caso, que permaneció oculto durante trece años, después del nacimiento y la muerte del primero de los bebés, salió a la luz tras recibir la Policía la llamada de un testigo que sostenía haber encontrado, mientras limpiaba un garaje, algo que podía ser huesos de un niño. La Policía halló esqueletos de bebés en el interior de un acuario y en macetas de flores, que durante mucho tiempo estuvieron en el balcón de la casa de Sabine Hilschenz.

Según el cuadro psicológico establecido por expertos, la acusada tiene un elevado coeficiente de inteligencia y creció muy mimada y protegida en el seno de una gran familia en el campo, junto con hermanos mayores, primos y otros familiares.


El caso de Sabine Hilschenz destaca, junto al de Armin Meiwes, el llamado caníbal de Rotemburgo, entre los más escabrosos de la historia criminal de Alemania. Sin embargo, existen antecedentes en otros países. En junio de 2005, una austríaca de 32 años confesó haber asesinado a cuatro bebés y haberlos congelado o enterrado en cemento y en junio de 1999, una estadounidense de 70 años admitió haber asesinado a ocho de sus diez hijos, entre 1949 y 1968.

Véronique Courjault




Danielle Raymond / M. P. Aizpurúa / A. Gallardo – Parati.com.ar

Francia, Octubre 2006.-  Es francesa, tiene 38 años, está casada y tiene dos hijos, pero entre 1999 y 2003 dio a luz a otros tres a los que, instantáneamente, les quitó la vida: tras matarlos con sus propias manos, al primero lo quemó y a los otros dos los guardó, durante varios años, en un congelador, en su propia casa.

El macabro hallazgo ocurrió en Seúl, Corea, donde Veronique vivía con su esposo, quien al parecer “no sabía nada” de sus asesinatos. Parecía la mujer perfecta, pero hoy los medios franceses la llaman “la madre sin alma.

Los investigadores coreanos no se equivocaron cuando siguieron la pista del matrimonio Courjault durante más de tres meses. El miércoles 11 de octubre, involucrada dos veces por tests de ADN e interrogada minuciosamente por la policía judicial francesa, Veronique Fievre –aunque utilizaba su apellido de casada– (38, ama de casa) confesó el homicidio de sus dos bebés, que fueron encontrados –el 23 de julio pasado– por su marido, Jean Louis Courjault (ingeniero, actualmente trabaja en la empresa automotriz norteamericana Delphi), en un congelador de la casa de la familia, radicada en Seúl, Corea del Sur.

Luego, Veronique también reveló que ya había matado a otro de sus hijos recién nacido –en 1999, en Francia– y que quemó su cuerpo.

El fuego y el hielo fueron el destino final para sus tres hijos, a los que asesinó apenas los dio a luz. Por ahora, su marido clama su inocencia y ella la sostiene, confirmando que el hombre no estaba al tanto de nada, ni siquiera de sus embarazos sucesivos…
Hallazgo macabro
Todo empezó durante la noche del 22 de julio pasado, cuando M. Kim, un exmilitar que combatió en la guerra de Vietnam y que hoy trabaja como guardia de seguridad de un exclusivo barrio cerrado de Seúl –donde vive el matrimonio Courjault– recibió un paquete con una docena de kangodungo” (caballa) salados.

El paquete estaba destinado a Jean Louis Courjault, quien desde hacía mucho tiempo quería probar esa deliciosa especialidad de la región. “El destinatario estaba ausente, así que guardé el paquete en el congelador”, explicó Kim. A las 8 de la mañana del día siguiente, Jean Louis lo pasó a buscar para llevarlo a su casa. “Lo vi volver más tarde, –continuó su relato Kim.

Estaba como loco y me gritó un poco en inglés y un poco en coreano: Venga rápido, le tengo que mostrar algo…’Kim siguió al hombre hasta su casa y, una vez frente al congelador, Jean Louis abrió la puerta de la heladera y algunos cajones inferiores, el cuarto y el quinto… “Entonces me muestra el contenido y me dijo: ‘¡Fíjese, hay dos bebés! Two babies, recordó M. Kim, quien en su relato agregó que al principio pensó que los cuerpos no eran más que pollos pequeños. “Vi dos manitos de bebés con los deditos cerrados”, empezó a darse cuenta de la cruel realidad M. Kim quien, advertido de la gravedad de la situación, decidió llamar a la policía. Según su relato, Jean Louis estaba “shockeado, desamparado y ‘muerto de miedo.

Veronique Courjault se declaró culpable casi de inmediato. “¡Quiero ver a mi marido, le quiero explicar!”, fue la frase con que imploró a los policías apenas fue detenida. Al asumir el múltiple infanticidio (infanticida es quien mata a un niño y, en este caso, se trata además de un filicidio, porque las víctimas son los propios hijos) ella se mostró obsesionada por conocer la reacción de su marido.

Es lo que apuntaron en la comisaría de Tours, Francia. “Su mujer tiene algo que decirle”, le dijeron a Jean Louis, quien de inmediato se largó a llorar. “Parecía realmente sorprendido. Manifestó una profunda confusión cuando entendió que su mujer había cometido los homicidios”, reveló el comisario Bejeau tras los interrogatorios. Y cuando Veronique Courjault estuvo por fin frente a él, se abrazaron, lloraron juntos, y él le dijo: “Veronique, te sigo queriendo. Sé fuerte, estoy con vos…”.
Veronique Courjault (algunos medios franceses la bautizaron “la madre sin alma”) pasó por los exámenes de sangre en un estado de terror y llorando constantemente, una conducta que no había tenido en los primeros instantes de su detención.

En esa ocasión, la mujer permaneció en absoluto silencio y muy serena. Sólo cuando los agentes de policía la confrontaron con sus propias incoherencias en el relato, ella confesó la atrocidad de sus actos. “Es cierto, quedé embarazada en 2002 y 2003, sin que nadie se diera cuenta. Mi marido nunca supo nada. Mi panza no era grande. Disimulaba mis curvas con ropa amplia. Una noche, sentí contracciones, mientras dormía al lado de mi marido. Fui al baño y tomé anti-espasmódicos, y se calmaron. Me volví a acostar. Jean Louis no se dio cuenta de nada.

Pero sus partos clandestinos resultan poco factibles, teniendo en cuenta que su marido pasaba casi todas las noches en su casa, junto a ella y a sus otros dos hijos mayores, Nicolás (11) y Jules (10), a los que Veronique iba a buscar al colegio, todos los días a las cuatro de la tarde.

En su declaración ella afirma “haber tenido suerte” para seguir adelante con su embarazos en secreto, indicando que las últimas contracciones de cada parto llegaron en ocasiones en las que ella estaba sola en su casa.

Según Veronique, dio a luz a tres niños en el baño, ella misma cortó el cordón umbilical y escuchó sus primeros gritos. Acto seguido, apretó fuerte y esperó a que el pequeño cuerpo no se sacuda más por espasmos. Ella misma habría sido la hacedora y única espectadora de una tragedia que perpetró tres veces a lo largo de cuatro años: en 1999, 2002 y 2003.

La confesión de Veronique

No quería tomar más la píldora. No pensé en abortar, después era demasiado tarde.… Los maté. Sentía cierto poder al ser capaz de dar vida y muerte a mis hijos”, figura en su confesión. La primera vez fue en 1999, cuando la familia Courjault vivía en Villeneuve-la-Comtesse, un pequeño pueblo de Charente Maritime, al centro oeste de Francia.

Sus setecientos habitantes hoy están en estado de shock enterados de que allí concibió, mató e incineró a su primer hijo, su primera víctima. Salvo una vecina que asegura recordar que Veronique le anunció la llegada de un tercer hijo, nadie parece haber notado la dulce espera de esta mujer a la que muchos describieron como “una simpática madre de familia, muy cuidadosa con sus dos hijos.

En 1999 Jean Louis perdió su trabajo. Por entonces, Jules y Nicolás tenían apenas 4 y 3 años, respectivamente, y la situación familiar se vio notablemente dañada. ¿Habría sido esta delicada situación la que provocó por primera vez un rechazo al propio embarazo y su primera pulsión asesina?

Una vez que el caso salió a la luz, el morbo y curiosidad de sus viejos vecinos de Villeneuve-la-Comtesse provocó que todos quisieran ir a ver su antigua casa, donde quemó a su primer hijo. La mujer que hoy la ocupa dice estar “conmocionada” por la noticia. Su nombre es Emmanuelle, actualmente está embarazada de ocho meses, y quiere mudarse de inmediato de ahí. “Voy a ser madre en un mes y me da escalofríos imaginar que un bebé fue quemado en la chimenea de mi living”, declaró.

A 200 kilómetros de distancia del pueblo del primer crimen, en Chinon, vive la familia de Jean Louis Courjault, hoy más aliviada porque éste fue dejado en libertad a pesar de que está en vigencia su inculpación por complicidad en el asesinato.
Jean y Genevieve, los padres de Jean Louis, declararon: “No queremos hablar demasiado para no entorpecer la investigación. No recibimos ninguna instrucción del fiscal, pero queremos dejar que la justicia investigue con serenidad. Tenemos total confianza en la justicia francesa. Veronique está enferma. La queremos y la vamos a sostener siempre”, afirmaron. Por su parte, Philippe, el hermano mayor de Jean Louis, agregó: “Desde hace quince años hemos vivido con ella sin darnos cuenta de nada. Nadie sintió que estaba en tal grado de desamparo y hoy nos cuestionamos todo-
Actualmente, Jules y Nicolás, los dos hijos sobrevivientes de la “madre sin alma” viven con la familia Courjault, en Souvigny de Touraine, con sus abuelos, tíos y primos, y bajo la atenta mirada de un grupo de psiquiatras que, además de explicarles la ausencia de su madre (no podrán visitarla en la cárcel durante varias semanas) son los encargados de su tratamiento psicológico y, sobre todo, de su preparación para los próximos interrogatorios en los que participarán como testigos.
Sobre todo, los investigadores intentarán saber si los dos chicos pudieron notar la sucesión de embarazos de su madre así como si supieron de los partos. En el futuro, toda la familia y el entorno más íntimo de Veronique Courjault desfilarán por la policía y los tribunales para tratar de delinear un perfil de esta mujer de ojos claros, que algunos definían como “positiva y alegre.

Retrato de una asesina

¿Qué psicosis padece Veronique Courjault? ¿Qué hay detrás de su retrato, aparentemente el de la más dedicada madre de familia? En su pueblo natal, Parnay, cerca de Nantes, sus padres –Robert y Monique Fievre– están consternados.

Primero se negaron a admitir la culpabilidad de su hija, pero hoy están sumidos en el más absoluto silencio. Martine, hermana mayor de Veronique, habla por ellos. “No la reconozco. Lo que hizo no tiene explicación, tratamos de entender… La queremos y tenemos la esperanza de que esto termine de la mejor manera posible.

La madre asesina es la penúltima de una familia con siete hermanos, todos criados bajo un catolicismo ferviente. “Era tímida, como la mayoría de nosotros en esta familia, –indica su hermana–. Pero no estaba aislada, se comunicaba con nosotros y parecía feliz y realizada.

Veronique conoció a Jean Louis Courjault en 1987. “Ella era la mujer acomplejada de un modesto vitivinicultor y él provenía de una familia adinerada de Chinon”. Así dicen que se plantearon los términos de la relación en sus comienzos. El quiso ser ingeniero y seguir los pasos de su padre, director de asuntos internacionales de la Compañía General de Geofísica y consejero municipal.

Veronique, en cambio, no tenía claro su rumbo: estudió y abandonó los estudios de Sociología, y luego se recibió sin vocación ni demasiadas convicciones en el área de computación, como analista de sistemas y programadora.

Hoy Genevieve Courjault, la madre de Jean Louis, recuerda un detalle particular de la boda de Veronique y su hijo. “Tuvimos dificultad para encontrarle un vestido de novia, porque estaba embarazada de su primer hijo y ella no quería que se notara”. Luego la pareja se instaló en Aubigny sur Nère, en el centro de Francia, donde comenzaron a “armar una familia”, con la llegada de Jules, en 1995, y de Nicolás, un año más tarde.

Todo indica que el año de inflexión fue 1999, cuando su marido se quedó sin trabajo y ella comienza a elucubrar su macabro proyecto: no volver a ser madre nunca más. Así, asesina con sus propias manos a quien fue su tercer hijo. Y a esa atrocidad la repite lejos de su país, en Seúl, Corea, un destino al que la pareja se dirigió para “probar suerte”. En términos económicos, cumplieron su objetivo y Jean Louis consiguió reacomodarse en su profesión.

Pero en septiembre de 2002 y en diciembre de 2003, Veronique lo hizo otra vez: en ambas ocasiones estranguló a sus hijos y los colocó en la parte de abajo del congelador, sin preocuparse demasiado por limitar su acceso.

Los psiquiatras y abogados no terminan de entender qué la llevó a asumir tal riesgo. “Quería guardarlos con ella, eso quiere decir que los quería”, fue la explicación de uno de los abogados que defiende a Veronique.
Encerrada en una trágica farsa durante cuatro años, hoy Veronique Courjault cambió esta celda por otra de hierro y cemento. En el fondo de su celda, vive aislada para impedir que sea maltratada por las otras detenidas de la cárcel de Orleáns, que aborrecen a quienes hayan cometido cualquier delito de hostigamiento o maltrato contra sus propios hijos.


Las únicas visitas autorizadas son las del abogado y las del perito psiquiátrico. Mientras tanto, Jean Louis Courjault vive su libertad casi como una inevitable condena, quizás mirando las fotos de su mujer, aparentemente el retrato de “la más dedicada madre de familia”.

Violette Nozière



Alain Monestier – Los grandes casos criminales – Ed. Prado – Madrid, 1992

Asesinando a sus padres, Violette Nozière cautivó al público de los periódicos y al de la vanguardia poética, para la que el crimen era el acto surrealista por excelencia.

André Breton encontró a Violette Nozière «metafísica hasta la punta de los dedos»; inspiró a Paul Eluard y a René Char unos poemas que fueron publicados en Bruselas en 1933. Estaban ilustrados con grabados de Magritte, Giacometti, Salvador Dalí e Yves Tanguy.

Desgraciadamente, para la más célebre parricida del siglo, los jurados de la Audiencia del Sena no tenían fibra surrealista. Por su sensibilidad, estaban más cerca de los cantantes callejeros que, en 1934 -año del proceso- lanzaban una endecha titulada El drama en todo su horror.

Convicta de haber matado a su padre haciéndole absorber veneno, Violette fue condenada «a ser llevada descalza, con la cabeza cubierta por un velo negro, a la plaza pública, para ser allí ejecutada». Como desde hacía mucho tiempo ya se había perdido en Francia la costumbre de guillotinar a las mujeres, fue indultada por el presidente Albert Lebrun.

Algunos opinaron que aquella medida era improcedente. Hubo protestas indignadas. No cabía duda sobre la culpabilidad de la joven, y buena parte de la opinión pública estaba harta de oír a la prensa hablar diariamente de la vida malsana de aquella que Robert Brasillach llamaba «una mala pequeña heroína pálida y extenuada».

El caso es que después de haber llenado las crónicas e inspirado una aversión casi general, la ilustre criminal supo, con un arrepentimiento ejemplar y un final de vida edificante, justificar la clemencia de la cual se había beneficiado.
La aspiración a una existencia ociosa
Desde el principio hasta el final, la vida de Violette Nozière se sale de lo normal. Hija de un modesto empleado del P.L.M. (compañía de ferrocarriles de París-Lyon-Mediterráneo), había nacido en Neuvy-sur-Loire el 11 de enero de 1915, y había pasado en París, en un apartamento interior de dos habitaciones del n.º 9 de la calle Madagascar, una infancia pobre y desesperadamaente monótona.

Aquella vida apagada, además del efecto agobiante que unos padres demasiados posesivos consagraban a su hija única, muy pronto le hizo desear huir. Para ver otra cosa, para respirar un poco, se acostumbró a vagabundear, hizo relaciones más que sospechosas y, con apenas 16 años, cogió la sífilis dedicándose a la prostitución.

Aquel tipo de vida le proporcionó los medios de escapar del ronroneo fastidioso de la casa paterna y le permitió llevar en los cafés y las discotecas de mala fama del barrio Latino la existencia ociosa y agitada con la que soñaba.

El encuentro con un estudiante de derecho llamado Jean Dabin iba a transformar en drama aquella vida de desenfreno. Segura de haber encontrado al hombre de su vida, Violette se convirtió en la amante de aquel gran chico demacrado y sin recursos a quien, ciertamente, no le sobraban escrúpulos.

Dabin se hizo mantener por la joven, que le había ocultado cuidadosamente la miseria de sus padres y presumía de pertenecer a una rica familia. Para agenciarse el dinero necesario para la manutención de su amante, Violette seguía haciendo pases en los camerinos de la Escuela de Bellas Artes y se puso ocasionalmente a robar a sus padres, que ignoraban tanto aquel idilio como la vida oculta de su hija.

Fue después de unos meses cuando Violette concibió el proyecto que debía llevarla ante los tribunales. Perdidamente enamorada, decidió marcharse con Jean Dabin, vivir con él. Para eso, tenía que disponer de algunos recursos y sobre todo ser realmente libre, pues, con sólo 18 años, aún era menor de edad. Violette tenía un solo defecto: le faltaba moderación. Tomó pues, sin consultar a Dabin, la resolución expeditiva de hacer desaparecer a sus padres y de apoderarse de sus ahorros.

Puesta en escena

Gracias a una falsa receta médica, consiguió dos dosis de veronal y se las llevó a sus padres de parte del médico que cuidaba a ambos. Aunque su aspecto era distinto al del que tomaba normalmente, Baptiste Noziére bebió el brebaje, del que no sospechó en absoluto. Murió en el acto. Su mujer, más desconfiada, sólo absorbió la mitad. Tiró el resto y cayó en coma. Ante los dos cuerpos tumbados en el suelo, la joven se creyó huérfana.

Cogió todo el dinero en metálico que encontró en la casa y, sintiéndose libre, corrió a pasar la noche en un hotel.

A la mañana siguiente, volvió a la calle Madagascar; los cuerpos seguían en el mismo sitio. Sin percatarse de que su madre no estaba muerta, sino solo desmayada, abrió el gas con el propósito de hacer creer en un suicidio y avisó a los bomberos. Para su desgracia, el capitán tenía buen ojo. Se dio cuenta enseguida de que la señora Noziére no estaba muerta.

Inmediatamente, la hizo llevar al hospital Saint-Antoine, donde los médicos lograron salvarla, no sin haber comprobado que no estaba asfixiada, sino realmente envenenada. El bombero notó por otra parte que el consumo de gas no había sufrido un aumento importante. La escenificación organizada por Violette con una increíble ligereza no había funcionado. Ya aparecía como sospechosa.

El intento de huida que protagonizó al día siguiente, cuando los policías querían carearla con su madre, la señaló como culpable. Detenida en la plaza del Étoile cuando saboreaba tranquilamente un helado de fresa, fue inculpada de crimen con premeditación.

De la condena a la redención

Su proceso se abrió ante la Audiencia del Sena el 10 de octubre de 1934. Fue el acontecimiento del año, y tanto más cuanto que los poetas y los artistas surrealistas ya habían hecho una heroína de aquella en quien querían ver una rebelde.

Germaine Noziére se presentó como parte civil contra su hija. Violette negó haber querido matar a su madre, pero reconoció el asesinato de su padre afirmando, para justificarse, que éste, «olvidando que era su padre, había abusado de ella varias veces», acusación que por cierto es de los [lo] más dudosa.
Jean Dabin, citado como testigo, causó el peor efecto sobre el jurado. Habiendo confesado que había vivido de los regalitos de su amante, salió de la audiencia bajo los abucheos de la muchedumbre, habiendo logrado únicamente aumentar la aversión que el proceso inspiraba. Fue echado de la Universidad y se alistó en la Legión extranjera.

Tras unas conclusiones sin piedad por la parte del fiscal, el abogado de Violette Nozière, el señor de Vesinne-Larue, sólo pudo alegar el desequilibrio mental y «seguramente pasajero de una adolescente enajenada», a disgusto en su vida de pequeña burguesa. Retomó en suma toda la argumentación de inteligencia obcecada del psicoanálisis, que sacó a relucir para la ocasión al buen Sigmund Freud, el complejo de Edipo y toda la mitología de la Antigüedad. Gracias a ella, Violette se había convertido en un problema mayor de la civilización occidental.

Pero todo fue en vano. El procurador de la República, muy duro con respecto a la acusada, a quien llamaba con desprecio «la hija Noziére», pidió para ella la pena de muerte.

Conocemos la continuación de la historia: el indulto, la redención. Violette Nozière pasó en total diez años en la cárcel. Liberada por buena conducta el 29 de agosto de 1945, fue definitivamente indultada por el general De Gaulle en febrero de 1946.

Rehizo su vida de un modo irreprochable, se casó con un cocinero llamado François Coquelet, del cual tuvo cuatro hijos, y llevó su bondad hasta el punto de acoger a su anciana madre. Fue rehabilitada en 1963, tres años antes de su muerte.

El drama en todo su horror

Al son de «Quand on s’aime bien», los parisienses tarareaban entonces: «Envenenó a sus padres / la cobarde Violette Nozière / riéndose de su calvario / para sacarles dinero / sin piedad por los blancos cabellos / de los que la trajeron al mundo / esta pordiosera vagabunda / ha cometido ese crimen monstruoso».

En Nuestra preguerra, Robert Brasillach escribió: «Ante la entrada en escena del nacional-socialismo alemán, la Francia burguesa del año 1933 tenía otras preocupaciones. En pleno verano no se hablaba de Hitler, sino de una pequeña envenenadora que había matado a su padre, que estuvo a punto de matar a su madre y que había vivido en el barrio Latino entre los estudiantes sospechosos a los que proporcionaba dinero y sífilis. El drama de Violette Nozière contenía toda una prensa dedicada a la infamia, que se apasionaba por el éxito de esos últimos años como no lo había hecho nunca».

La leyenda de Violette Nozière fue propagada en la calle por cantantes ambulantes que vendían los libretos y enseñaban el estribillo y la estrofa a los curiosos. Su juicio fue uno de los últimos grandes casos criminales difundidos de aquel modo.

¿Relaciones incestuosas?

Violette reconoció haber matado a su padre, pero siempre negó formalmente haber querido hacer padecer la misma suerte a su madre. Para justificar su crimen, se explicó en estos términos: «Estaba harta. Desde hacía diez años me obligaba a las peores complacencias hacia él. Era una obsesión casi continua. Si me resistía a sus violencias, me pegaba, y me amenazaba de muerte si contaba la verdad a mi madre. Todavía la víspera del día en que decidí liberarme de esta servidumbre tuve que sufrir un terrible asalto».
¿Acusaciones falaces?

Las acusaciones de incesto hechas por Violette Nozière contra su padre dejaron al jurado escéptico. Su único efecto fue que la parricida resultara aun más antipática. Unánime, la prensa denunció «el carácter odioso de los argumentos que había utilizado».

Uno de la Legión

Jean Dabin estaba de vacaciones en Sables d’Olonne en el momento del drama. Su complicidad fue por lo tanto descartada. No salió sin embargo muy airoso del proceso. Obligado por el escándalo a dejar la Universidad, se alistó en la Legión y se fue al sur de Túnez. Allí contrajo la enfermedad de la cual murió en el Val-de-Grâce en 1937; tenía 24 años.

Violette y el surrealismo

Max Ernst ha dedicado a Violette Nóziére una pintura: Homegaje a Violette.
Paul Eluard ha escrito: «Violette ha soñado con deshacer. Ha deshecho. El horrible nudo de serpientes de los lazos de la sangre».

Christine y Lea Papin



Las protagonistas de un sangriento asesinato fueron consideradas «heroínas» por el movimiento superrealista francés.

A comienzos de 1933, el asesinato, en circunstancias atroces, de dos mujeres por sus criadas sacudió a Francia. Sin entender nada, los periódicos siguieron con malestar el suceso, y, una vez sentenciado, respiraron y echaron tierra sobre él.

Pero psicólogos, juristas, poetas, cineastas y dramaturgos lo desenterraron. Un delincuente habitual con pasión de escritor, Jean Genet, se inspiró en el suceso y concibió uno de los pocos ritos trágicos genuinos del teatro contemporáneo: Las criadas.

Para iluminar rincones oscuros de la trastienda de este drama, que acaba de volver a nuestros escenarios, ofrecemos al lector un sumario relato del caso, sus ramificaciones en el arte y la ciencia y un resumen del informe que el doctor Le Guillant publicó en 1964 en la revista Les Temps Modernes, del que hemos extraído parte de la información sobre este suceso.

El 2 de febrero de 1933, al anochecer, el señor Lancelin -abogado y vecino de la pequeña ciudad de Le Mans, al noroeste de la llanura central de Francia- corrió alarmado a su domicilio de la calle Bruyère: desde su despacho había llamado repetidamente por teléfono a su mujer y a su hija sin obtener respuesta.
Era de noche cuando llegó. La puerta principal de la casa tenía el cerrojo echado por dentro y la de servicio había sido atrancada. Envolvía al edificio un silencio impenetrable. El interior estaba a oscuras. Sólo una débil luz se escapaba por las rendijas de la ventana del cuarto de las criadas, procedentes de un arrabal campesino, Christine y Lea Papin, que llevaban siete años al servicio de la familia Lancelin.

Los policías Ragot y Verité forzaron la entrada y penetraron en la casa. He aquí, en su seco lenguaje, lo que vieron: «Los cadáveres de la señora y la señorita Lancelin yacían en el suelo espantosamente mutilados; el cadáver de la señorita estaba boca abajo, con las faldas subidas y las bragas bajadas y tenía grandes heridas en los muslos; el cadáver de la señora yacía boca arriba, con los ojos arrancados, sin boca ni dientes. Las paredes estaban cubiertas de cuajarones de sangre. En el suelo había huesos, dientes arrancados, un ojo, horquillas, botones, un llavero y un paquete deshecho».

Un «gesto» mortal

Los gendarmes forzaron la puerta del cuarto de las criadas. Las dos hermanas, desnudas y abrazadas, estaban acostadas en una de las camas. En sus brazos había sangre seca. Ante el comisario de policía se confesaron autoras del crimen sin el menor nerviosismo. Christine lo narró así: «Cuando la señora entró le dije que no me había dado tiempo a repasar la plata. Entonces ella, intentó atacarme y yo le arranqué los ojos con los dedos. Mejor dicho, yo no salté contra la señora, sino mi hermana; yo ataqué a la señorita Genevieve y fue a ella a quien arranqué los ojos. Lea fue quien arrancó los ojos a la señora. Yo bajé a la cocina y cogí un martillo y un cuchillo. En una mesita había una mano de almirez y la empleamos también. Mi hermana y yo nos intercambiamos varias veces los instrumentos… No me arrepiento de nada, o no sé si me arrepiento. Prefiero haberlas matado antes de que ellas nos mataran a nosotras. No hemos premeditado nada. No odiaba a la señora, pero no toleré el gesto que tuvo conmigo».

Este gesto, de singular relevancia en el espeso misterio que desencadenó la carnicería, fue un simple «¿Y bien?» pronunciado por la señora Lancelin para pedir a Christine explicaciones de por qué no habían limpiado la plata. La propia Christine añadió sobre la inquietante endeblez del motivo: «Nada teníamos contra ellas. Hace demasiado tiempo que somos criadas, eso es todo. Tuvimos que demostrar nuestra fuerza».
Las dos hermanas, sorprendentemente dueñas de sí mismas durante los interrogatorios, se derrumbaron súbitamente en el momento de ser separadas. Se entrelazaron y hubo que emplear la fuerza para desanudar su abrazo. Entre alaridos fueron encerradas en dos celdas individuales.

Según los informes periciales, eran vírgenes y jamás tuvieron ningún tipo de relación con ningún hombre. «Cada una vive únicamente con la otra pero en este afecto no hay razón para encontrar razones de tipo sexual. No hay indicios de ninguna anomalía física o mental en ellas». Las hermanas, de 28 y 24 años, perdieron el ciclo menstrual a partir del día del crimen.

Búsqueda de un móvil

El juicio de las hermanas Papin, celebrado en la Audiencia de Le Mans, creó en la opinión pública francesa una sorda sensación de malestar. En las ramificaciones de un hecho tan excepcional como éste fue imposible encontrar ni un solo indicio de excepcionalidad.
Se acumularon en miles de legajos, uno sobre otro, infinidad de detalles cotidianos atrozmente comunes, que eran tanto más insoportables cuanto que cualquier familia con una criada a su servicio reconocía como propios.
De esta manera, el móvil de uno de los actos más salvajes de que hay noticia tenía que ser rebuscado entre los entresijos de la vida en un hogar cualquiera de la burguesía tradicional europea.

Por ejemplo, los guantes blancos que la señora Lancelin usó una vez para comprobar si había polvo en los muebles después de una limpieza adquirieron la magnitud de los grandes nexos causales en los grandes acontecimientos. Un papel en el suelo, un gruñido, una mirada insolente, un cruce hosco en la escalera, el silencio de paredes adentro, ese «¿Y bien?» mortal.

Eso era todo: ningún rastro de odio, ninguna pasión, ni un solo acto despiadado, duro o sojuzgador, ninguna cualidad. Los Lancelin eran personas deferentes y su comportamiento con las hermanas Papin entró siempre en los límites establecidos de la corrección.

Por su parte, las hermanas Papin eran tímidas, introvertidas, dóciles y aceptaban su condición. No se registró en las complejas interrelaciones existentes entre las cuatro mujeres ni un solo acto generador de violencia, un despecho que deje rastro, una anomalía persistente, nada. O al menos nada susceptible de ser aislado del conjunto de sus vidas, lo que dio inesperadamente a éstas, consideradas como totalidad, la oscura, inaceptable función de sustituir al móvil.

El edificio jurídico occidental se resquebrajó: una vida, la totalidad de una existencia, se erigía insolentemente como una carcoma en los subterráneos del derecho procesal, en causa profunda, más allá del alcance de los códigos.

Las últimas huellas

El periodista Louis Martin Chauffier escribió en Vu: «Quisiéramos entender, pero es inútil intentarlo. Se trata, más que del horror del doble crimen, del carácter alucinante del caso, del denso misterio que lo envuelve. Durante 13 horas jueces, abogados, jurados y público no han dejado ni un solo instante de estar obsesionados por esta angustiosa e insoluble cuestión: ¿cuál puede ser el móvil de tan salvaje matanza? Jamás hubo una audiencia más banal en su desarrollo, más despojada de incidentes, más desnuda. Y los rostros impasibles de las hermanas, ajenas al debate, ¿no están privados de vida en la medida en que su vida está volcada hacia dentro? ¿No fue aquel 2 de febrero el único momento de su lúgubre y honesta existencia en que salieron fuera de sí mismas y escapó de ellas ese mortal furor que, sin saberlo, dormía en su pecho?».
Jamás se descubrió móvil alguno del crimen. El fiscal basó su alegato en la imagen de dos perras rabiosas que muerden la mano del amo que les da de comer. Los defensores coincidieron en la rutina de irresponsabilidad por demencia.

Los jueces, perplejos, impotentes, se vieron forzados a sentenciar sin convicción, en la misma frontera del absurdo: pena de muerte, conmutada por reclusión en un manicomio, a Christine, y 10 años de cárcel a Lea.
Las hermanas no quisieron recurrir la sentencia y se negaron en rotundo a dar las gracias a sus abogados defensores. Su madre, que las puso a trabajar como criadas desde la adolescencia, fue a visitarlas a la cárcel. Sus hijas no se inmutaron, no contestaron a ninguna de sus preguntas y la llamaron madame, como a la señora Lancelin.

En el manicomio de Rennes, donde la internaron, Christine se negó a comer y, poco antes del estallido de la II Guerra Mundial, murió de anemia. Su informe se perdió en el incendio del manicomio, a causa de un bombardeo de la aviación aliada durante la ocupación nazi.
Lea salió de la cárcel el 3 de febrero de 1943, décimo aniversario de su crimen. Sus huellas se pierden por completo en los ojos del guardián de la prisión, que fue el último en ver su menuda figura enlutada alejándose de allí con una maleta en la mano.

Martha Marek


Martha Lowenstein, nacida alrededor de 1904, era una niña inclusera adoptada por un matrimonio pobre de Viena. Su padre había emigrado a América y no volvió a oírse de él. A los quince años consiguió un empleo como dependienta de una tienda de modas de Kirtnerstrasse.
Un día de 1919, Moritz Fritsch, hombre maduro y de gran fortuna, propietario de unos grandes almacenes de Viena, habló con ella unos momentos e, inesperadamente, la ofreció encargarse de su tutela y educación.
Martha, entonces una muchacha muy atractiva y aficionada a vestir bien, aceptó encantada. Poco después se había convertido en la amante de Fritsch, quien la envió a un colegio inglés para que recibiera cierta cultura y a pasar varias vacaciones en Francia. Se encariñó de tal modo con ella que alteró su testamento, dejándola heredera de su lujosa residencia de Modling.

Un año después (exactamente a los cinco de haberse encargado de la tutela de Martha), Fritsch murió a la edad de 74 años. Sus parientes, especialmente su antigua esposa, despechados porque hubiese dejado una parte de su fortuna a la muchacha, reclamaron la exhumación del cadáver, sin éxito.

Unos meses más tarde, Martha contraía matrimonio con un joven estudiante de ingeniería, Emil Marek, con el que mantenía relaciones amorosas desde algún tiempo antes de morir su protector.

Martha Marek llevaba una vida de lujos extravagantes y pronto se encontró sin dinero y cargada de deudas. El matrimonio determinó entonces llevar a la práctica un plan casi increíble para hacerse con una importante suma: Marek aseguraría su vida contra accidentes y poco después sufriría uno importante.

La compañía aseguradora pidió informes del muchacho, averiguando que era honrado y trabajador y que el Gobierno estaba muy interesado en un proyecto que había preparado sobre la electrificación de Burgenland. Finalmente, sin tener conocimiento del estado financiero de su esposa, decidieron asegurarle por tan importante cantidad.

Poco después sucedía el accidente; aparentemente, cuando se ocupaba en cortar un árbol con un hacha muy afilada se hirió en la pierna, de tal forma que tuvieron que amputársela por la rodilla. El doctor que examinó la herida encontró en ella tres cortes diferentes, lo cual negaba la posibilidad de que se tratase de un accidente.

La policía llegó a la conclusión de que su esposa había sido la autora del hecho con su consentimiento. Ambos fueron acusados de fraude.

Frau Marek, entonces, sobornó a un enfermero del hospital en que había sido atendido su esposo para que declarase haber visto al doctor extendiendo la herida; la noticia fue publicada en la prensa y causó gran impresión.

Pero la policía logró obtener del enfermero la confesión de que había sido sobornado. Poco después el matrimonio era juzgado y condenado a cuatro meses de cárcel, aceptando de la compañía una liquidación de 3.000 libras, que emplearon casi totalmente en cubrir los gastos ocasionados por el juicio.

Los años siguientes fueron desgraciados para los Marek, que vendieron su casa y se trasladaron a Argelia, donde Emile instaló un negocio que pronto fracasó. Allí tuvieron dos hijos. En la miseria, regresaron a Viena, dedicándose Martha a vender verduras en un puesto callejero de uno de los barrios más pobres de la ciudad.

En julio de 1932, Emil Marek murió de tuberculosis. Ni su fallecimiento ni el de su hija, que sobrevino un mes más tarde, despertó ninguna sospecha.

Martha se convirtió entonces en la dama de compañía de una anciana pariente, frau Susanne Lowenstein, que vivía en Kuppelweisergasse.

Por entonces tenía poco más de 30 años y era todavía muy atractiva. Al poco tiempo frau Lowenstein fallecía con síntomas similares a los de Marek -calambres en las piernas y dificultades para tragar- y Martha heredaba su dinero, que tardó poco en gastar.

Para poder vivir, alquiló unas habitaciones a un agente de seguros, herr Neuman, y a una tal frau Kittenberger, que murió poco después dejando a Martha la cantidad de 300 libras.

Hacia 1937, frau Marek decidió llevar a la práctica un nuevo fraude; durante la noche hizo sacar de la casa todos los cuadros que había asegurado previamente y al día siguiente declaró haber sido víctima de un robo. La policía descubría la verdad y no obtuvo dinero alguno de la compañía.

Mientras tanto, el hijo de frau Kittenberger comenzó a sospechar que su madre había sido envenenada e hizo exhumar el cadáver, en el que se halló una dosis de un compuesto de talio.

Como consecuencia, se llevó a cabo la autopsia de los cuerpos de Marek, Ingeborg Marek (la hija del matrimonio) y frau Lowenstein, obteniéndose el mismo resultado. La policía averiguó que Martha había adquirido el veneno en una farmacia de Florisdoff.

Fue localizada por su hijo que, interno en una escuela de Hitzing, se hallaba gravemente enfermo; su madre le visitaba frecuentemente, llevándole comida preparada por ella. Fue arrestada a tiempo de que su hijo pudiese salvarse.


Con el advenimiento de Hitler se había instaurado de nuevo en Austria la pena de muerte; Martha Marek fue decapitada el 6 de diciembre de 1938.