En los años 60, Marie y su esposo, Arthur Noe, fueron noticia por ser víctimas de lo que parecía una maldición genética. Entre 1949 y 1968, sus ocho hijos, que tenían entre 13 días y 14 meses, habían fallecido de muerte súbita (más conocida como muerte en la cuna) mientras dormían. Pero la aparición del libro “La muerte de los inocentes”, en el que se ponía en entredicho esta explicación oficial, y la publicación de un artículo que planteaba el homicidio como hipótesis hicieron que la policía reabriera el caso.
Habían pasado 30 años desde los asesinatos. La investigación puso a Marie Noe contra las cuerdas y finalmente habló, pero con condiciones. Confesó haber matado a cinco de sus ocho hijos, pero dijo no saber lo que le había ocurrido al resto. Pidió, a cambio de declarar ante un tribunal, la negociación de su condena, y la Justicia accedió. Marie nunca confesó su móvil y “sí” y “no” fueron sus únicas respuestas, pero sólo fue condenada a 20 años de libertad vigilada, a pagar una fianza de 500.000 dólares y a someterse a terapia psiquiátrica.
En el juicio (1999), la filicida tenía ya 70 años. Canosa, envejecida y aquejada de artritis y diabetes, se apoyaba en un bastón y quería pagar sus culpas en su domicilio para atender a su marido, un maquinista ya retirado de 77 años, que la cogía cariñosamente del brazo y declaraba su inocencia. El hombre nunca fue inculpado: en el momento en que se cometió cada crimen, él no se encontraba en el lugar de los hechos.
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